Lira avanzó entre ruinas.
Sus pies apenas rozaban el suelo, su cuerpo envuelto en la llama blanca y dorada que arrasaba todo a su paso. Su rostro seguía inmutable, los ojos bañados en luz sin pupilas. Las lágrimas habían dejado de caer. Ya no sentía dolor. Solo un propósito.
Venganza. Y silencio.
Eron se levantó entre escombros, apenas recuperado del golpe, su poder titubeando tras siglos de haber permanecido incompleto. El Enmascarado, a su lado, respiraba con dificultad, la máscara astillada, revelando apenas un ojo temeroso.
—Tú… no eres una llama… —murmuró Eron.
Lira alzó la mano sin responder.
Un rayo de energía surcó el aire, atravesando el pecho del dios caído. Eron soltó un alarido que hizo temblar el aire. Su cuerpo comenzó a fragmentarse, a deshacerse.
—No… —alcanzó a decir el Enmascarado, intentando alzar su bastón.
Pero no tuvo oportunidad.
Lira lo fulminó con una segunda descarga. Su figura estalló en fragmentos oscuros, que el viento dispersó como si nunca hubiese existido.
Cuando el resplandor cesó, solo quedaban cenizas.
⸻
Pero Lira no se detuvo.
Se volvió hacia el resto.
Seth, aún vivo, intentó levantarse, pero al ver su rostro supo la verdad. No era la misma chica que lo enfrentó antes. No era siquiera humana. Era algo más allá. El castigo de un mundo herido.
Uno a uno, Lira se dirigió a sus compañeros.
Kael, Karla, Naia. Su llama blanca los tocó y se los llevó. No hubo gritos. Solo luz. Solo silencio.
Pero cuando llegó a Aerya, la quinta llama del viento, algo ocurrió.
Lira extendió la mano, dispuesta a borrar también su existencia. Pero Aerya no se movió. No huyó.
—Hazlo —dijo con voz temblorosa—. Pero mírame. Mira… lo que éramos.
Antes de que el rayo cayera, Aerya levantó sus brazos, y con lo último de su esencia, invocó el viento que los envolvió a ambas. Un torbellino suave, no de destrucción, sino de recuerdo.
Lira sintió que el poder se detenía.
Y entonces lo vio.
Todos los momentos.
La primera vez que se conocieron. Las risas alrededor del fuego. El miedo compartido. Las promesas. Los bailes improvisados. Las miradas cómplices entre Kael y Naia. El abrazo de Taren. La ternura con la que Eren se escondía tras Karla. Las palabras de Aerya cuando nadie más creía en Lira.
Vio a Seth, antes del dolor. Antes de la oscuridad.
Vio… a sí misma.
Y la llama blanca titiló.
—¿Qué… qué estoy haciendo…? —susurró. Su voz era humana otra vez.
Sus piernas flaquearon. El poder que la envolvía comenzó a ceder. Sus ojos volvieron a ser los suyos. Su rostro se cubrió de lágrimas, de horror.
—Los maté… yo los maté…
Aerya cayó de rodillas también, agotada. Pero alzó la mirada.
—No… no es tarde.
La llama del viento la rodeó y se fundió con la de Lira, no para destruir… sino para reconstruir.
Y, en medio de las ruinas, el mundo se detuvo.