Lira flotaba en el corazón del silencio.
El poder que la había consumido ardía aún en sus venas, pero ya no con rabia. Ahora, su llama temblaba como una vela a punto de extinguirse. Aerya la sostenía, sus manos entrelazadas, mientras el viento giraba en círculos suaves a su alrededor.
—No es tarde —susurró la llama del viento—. No si tú lo decides.
Lira cerró los ojos. Dentro de sí, aún quedaban ecos del desastre. Vio los rostros de sus amigos desvanecerse por su culpa. Vio el polvo en que los había convertido. Pero también vio un hilo, una chispa, algo diminuto, que aún ardía.
El fuego de cada llama. No el de sus cuerpos. El de sus vínculos.
Con los últimos retazos de poder, Lira se alzó.
—No puedo traer de vuelta a los dioses… ni a los que eligieron el caos —murmuró, refiriéndose a Eron y al Enmascarado—. Pero tal vez… aún puedo traerlos a ellos.
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El cielo se abrió.
Lira extendió las manos. Su llama se desgajó, derramándose como lluvia de luz. Cada chispa voló por el aire, buscó los restos, los ecos, los nombres.
Kael. Karla. Naia. Seth… incluso Eren.
Uno a uno, comenzaron a surgir entre la ceniza. Sus cuerpos fueron reconstruidos, lentamente, como si una melodía olvidada tejiera los hilos del alma.
Kael fue el primero en abrir los ojos.
—¿Lira…? —preguntó con la voz entrecortada.
Naia gritó al ver a Karla viva, abrazándola con fuerza. Eren rompió a llorar en silencio, y Seth cayó de rodillas, cubriéndose el rostro, confundido y avergonzado.
Pero Lira no bajó.
Lira flotaba en el aire, envuelta en un remolino de luz incandescente. Su cuerpo ya no era carne: era llama pura, desbordada, quebrada por dentro. Las grietas en su piel brillaban como fisuras en una estrella a punto de colapsar. Todo en ella ardía, todo en ella gritaba.
Y aun así, sonreía.
Aerya fue la primera en comprender.
—¡No… no, Lira! ¿Qué estás haciendo?
—Ya no puedo quedarme —dijo con calma, mientras el viento comenzaba a alzarla aún más—. Di todo lo que era para traerlos de vuelta. Mi llama… se apagará con el amanecer.
—¡LIRA! —rugió Kael, corriendo hacia ella, inútilmente—. ¡NO! ¡BAJA! ¡¡NO PUEDE TERMINAR ASÍ!!
—¡Por favor! —gritó Karla, cayendo al suelo de rodillas, sollozando con desesperación—. ¡No puedes dejarnos ahora… después de todo!
—Perdónenme… —susurró, mientras lágrimas ardientes rodaban por sus mejillas.
El cielo se oscureció. Las nubes se partieron. Y entonces, ocurrió.
Desde lo más profundo de su ser, estalló el poder. Una ola de energía blanca y dorada, densa como el sol mismo, se expandió en todas direcciones. El suelo se quebró. Las montañas temblaron. El aire se volvió fuego.
Las llamas que habitaban dentro de ella —amor, ira, dolor, esperanza— salieron disparadas como miles de fragmentos, cruzando el mundo, dejando cicatrices de luz por donde pasaban.
Los que estaban allí cayeron al suelo, cegados. Aerya gritó su nombre. Kael corrió hacia el fulgor con los ojos llenos de desesperación. Eren tembló. Karla cayó de rodillas. Naia no logró siquiera gritar.
Y en el centro del huracán de luz, Lira alzó el rostro al cielo una última vez, con el cabello flotando como ceniza viva.
—Gracias… por amarme —susurró.
Entonces su cuerpo explotó en una esfera de luz tan brillante que hizo al mundo parecer de noche.
Y se desvaneció.
Sin dejar más rastro que el eco de su nombre en el viento… y el ardor que dejó en cada corazón.
Lira había muerto.
Un grito desgarrador se alzó.
Y el viento sopló una última vez.
Llevando su nombre con dulzura.
Lira.