Mis manos aún temblaban mientras sostenía el celular. El segundo mensaje seguía en la pantalla como una amenaza viva:
“Última advertencia.”
Esas dos palabras parecían arder sobre mis retinas, como si alguien las hubiera grabado con fuego. Sentí un frío recorriéndome los huesos, un frío que no venía de afuera, sino de adentro.
—¿Otro mensaje? —preguntó Harper, acercándose con los ojos entrecerrados.
Asentí en silencio y le mostré la pantalla. Ella lo leyó de inmediato y soltó una maldición entre dientes.
—Esto ya no es una simple amenaza… —dijo, con la mandíbula tensa—. Esto es personal.
Mía se encogió de hombros, abrazándose como si quisiera protegerse de algo invisible.
—¿Crees que… nos estén vigilando desde hace tiempo?
—Sí —respondió Harper sin titubear—. Y no solo vigilando. Nos están probando. Quieren ver hasta dónde llegamos.
Yo tragaba saliva con dificultad. La sensación de estar siendo observadas me quemaba la piel. Miré las ventanas cerradas, las esquinas de la sala, incluso el techo, como si en cualquier momento pudiera descubrir un lente escondido.
De repente, mi celular vibró otra vez.
El corazón me dio un vuelco.
No era un mensaje de texto. Era una foto.
La imagen tardó en cargar, pero cuando lo hizo, mi estómago se retorció.
Nosotras.
Las tres.
Sentadas en la biblioteca esa misma tarde, con el cuaderno abierto frente a nosotras y el símbolo en el centro de la mesa. La foto estaba tomada desde adentro, a pocos metros de distancia.
—Dios mío… —susurró Mía, con la voz quebrada.
—Esto es imposible —dije, sin aire—. Nadie más estaba ahí… ¿cómo…?
—Nos están siguiendo —murmuró Harper, apretando los puños—. Están mucho más cerca de lo que pensábamos.
El silencio se volvió asfixiante. Me sentí desnuda, expuesta. Como si alguien estuviera ahí mismo, dentro de la casa, viéndonos.
—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté, intentando que mi voz no se quebrara.
Harper levantó la cabeza, sus ojos brillando con esa mezcla extraña de miedo y determinación.
—Mañana iremos al bosque. No podemos esperar más. Si ellos creen que pueden asustarnos, están equivocados.
—¿Estás loca? —Mía negó con la cabeza, los ojos húmedos—. ¿Y si nos pasa algo ? ¿Y si no volvemos?
Harper respiró hondo.
—Entonces, al menos nos llevaremos la verdad con nosotras.
Yo no podía hablar. Solo me acerqué a ellas, y sin pensarlo, las abracé. Sentí a Mía temblar contra mi hombro, a Harper rígida como una roca.
El miedo era real. Pero la unión también.
Esa noche, intentamos dormir en la misma habitación, aunque en realidad ninguna cerró los ojos. La luz tenue del pasillo se colaba por la puerta entreabierta. El silencio era tan profundo que podía escuchar mi propia respiración agitada.
Y mientras miraba al techo, incapaz de dormir, lo sentí.
Esa presencia.
Como si alguien, en algún lugar, nos estuviera mirando en ese mismo instante.
El eco del mensaje retumbaba en mi cabeza, hasta que finalmente comprendí: mañana ya nada sería igual.