—¿Y si les decimos a Eliot y a Julian que nos ayuden a traducir el diario? —propuso Harper con voz serena, aunque la seriedad en su mirada dejaba en claro que no lo decía a la ligera.
El corazón me dio un vuelco.
¿Julian? ¿Él también podría leer estas páginas?
Solo escuchar su nombre me provocó un calor extraño en las mejillas, como si alguien me hubiera descubierto en plena travesura. Bajé la vista de inmediato, intentando ocultar el rubor que sabía se me notaba demasiado.
—No —contesté con firmeza, aunque por dentro me sentía como un nudo de contradicciones—. Se supone que acordamos mantener esto en secreto.
Mi voz salió más fuerte de lo que esperaba, casi a la defensiva.
¿Por qué Harper tenía que mencionarlo así, tan fácil?
¿Por qué justo Julian?
Si Eliot podía ser un riesgo, con Julian era peor… No soportaría que le pasara algo por mi culpa.
—Pero, Emma, ellos saben el idioma, podrían ayudarnos a avanzar más rápido —insistió Harper, apoyando las manos sobre el diario como si con eso quisiera convencerme.
Negué con la cabeza.
—¿Y si se meten demasiado? ¿Y si esto… los pone en peligro? No puedo… no podemos permitir eso.
Sentía cómo las palabras me quemaban en la garganta. La imagen de Julian, con su sonrisa amigable y esa forma suya de mirarme como si entendiera más de lo que decía, se colaba en mi mente. Me temblaban las manos.
Harper suspiró, y vi que estaba a punto de responderme con algo que sonaba como un sermón, cuando de pronto…
—Grrrr… —un sonido bajito, cómico, rompió la tensión.
Las tres volteamos hacia Mía. Ella estaba encogida, con una mano sobre el estómago, y nos miraba con una expresión avergonzada.
—Lo siento… —murmuró, aunque la culpable era su barriga, que volvió a sonar más fuerte.
Y entonces, como si fuera una señal del universo, nos dimos cuenta de la hora. Ya era la mañana avanzada.
Me llevé una mano a la frente y solté una risa nerviosa.
—Genial… justo en medio de una discusión sobre idiomas prohibidos, rituales y secretos, y resulta que lo más urgente es… el desayuno.
Harper se rió también, y Mía levantó la vista, con las mejillas coloradas, pero sonriendo.
Por un instante, todo el peso del diario, del idioma shael’ar y de la sombra de Maximilian von Feuer quedó en pausa. Solo éramos nosotras, tres chicas con hambre, discutiendo demasiado temprano en la mañana.
Claro que, en el fondo, mi mente seguía atrapada en lo mismo.
¿Y si Julian realmente podía ayudar?
¿Y si arrastrarlo a esto significaba perderlo?
Sacudí la cabeza. No. No iba a permitirlo.
—
El olor a pan recién tostado llenaba la cocina de Mía. Me apoyé en la mesa mientras ella abría la nevera buscando jugo, y Harper ya se había adueñado de la sartén para calentar unos huevos. Era como si por un momento el mundo se hubiera detenido, como si el diario de Maximilian y todas esas sombras que nos perseguían hubieran dejado de existir. Solo éramos tres chicas compartiendo un desayuno.
—Bueno —dijo Mía rompiendo el silencio con una sonrisa nerviosa—, tengo que contarles algo.
Harper levantó la ceja, dándole vueltas a la espátula.
—¿Qué hiciste ahora?
Mía se mordió el labio, jugueteando con el vaso que acababa de llenar.
—Eliot… me pidió una cita.
El tenedor que tenía en la mano casi se me cae.
—¿Qué? —exclamé, con los ojos muy abiertos.
—Sí… —respondió ella sonrojandose , aunque no podía ocultar el brillo emocionado en su mirada—. Y le dije que sí.
Harper dejó escapar un silbido burlón.
—¡Vaya, vaya! Mía pasando de las novelas románticas a protagonizar la suya propia.
Mía se sonrojó y me miró como buscando apoyo.
—No es gran cosa… solo vamos a tomar un helado y caminar un rato.
—Claro que es gran cosa —intervine yo, sonriendo de lado—. A Eliot no se le ocurriría pedirte una cita si no le importaras de verdad.
Ella escondió la cara entre las manos, muerta de vergüenza. Harper no tardó en soltar una carcajada.
—Dios, esto sí que no me lo esperaba. Mía, tan tímida la primera en tener una cita , que tierna se ve ilusionada.
—No estoy ilusionada —murmuró desde detrás de sus manos, aunque su sonrisa la traicionaba.
Yo la observaba y, por un instante, en mi pecho nació una punzada extraña. No era celos, pero sí una sensación rara, como si de pronto me diera cuenta de que todas estábamos creciendo, cambiando. Y entonces, inevitablemente, pensé en Julian. Su nombre cruzó mi mente sin permiso, trayendo consigo un calor incómodo a mis mejillas. Me mordí el labio y desvié la mirada hacia el pan en la mesa, como si fuera lo más interesante del mundo.
—Emma está calladita… —comentó Harper con malicia, mirándome fijo.
—Yo… no, nada. Estoy feliz por ti, Mía. —sonreí, intentando sonar natural.
Mía me devolvió la sonrisa y Harper soltó un bufido divertido, pero no dijo nada más. Seguimos desayunando entre risas tontas, hablando de tonterías: la ropa que usaría Mía en su “no-cita”, las canciones de moda, los memes que Harper siempre tenía guardados en el celular.