El universo, recién restaurado, flotaba en un silencio majestuoso. El Dios Absoluto, desde su dimensión eterna, contempló su obra: los fragmentos del caos, unidos al fin, habían dado forma a un orden nuevo. Donde antaño se alzaba Thalassara, ahora nacía un sistema solar, y en su corazón, un mundo irradiaba el fulgor de la primera creación.
Eldoria.
Así fue nombrada la joya de esta realidad renacida. Con un gesto, el Dios Absoluto desplegó su voluntad sobre la faz virgen del planeta. Montañas colosales emergieron, sus picos nevados perforaban las nubes como titanes de roca, guardianes eternos de lo creado. A sus pies, se extendían praderas infinitas, ondeando al ritmo de un viento primigenio, donde la hierba—dorada y verde—tejía un manto sobre las llanuras.
Los océanos de Eldoria eran abismos de tiempo líquido, tan profundos como los secretos del Dios Absoluto. Sus aguas, de un azul zafiro tan intenso que confundían los límites entre mar y cielo, ocultaban un reino de maravillas y peligros ancestrales. En la superficie, las olas mecían los continentes recién nacidos con la ternura de una canción de cuna, pero en las profundidades, el verdadero corazón del océano latía con vida primigenia.
Arrecifes de coral colosales, esculpidos por corrientes milenarias, se alzaban como catedrales submarinas. Sus estructuras no eran simples piedras, sino huesos petrificados de criaturas cósmicas, ahora cubiertos de algas fosforescentes que pulsaban con luz iridiscente, como estrellas ahogadas. Entre ellos, los leviatanes, seres titánicos de escamas traslúcidas que dejaban estelas de burbujas brillantes al nadar, custodiaban los pasadizos abisales.
Más allá, en las llanuras de arena negra, cardúmenes de peces de fuego danzaban en formaciones hipnóticas, sus cuerpos irradiaban destellos dorados y carmesí, como meteoros en un firmamento líquido. Y en lo más profundo, donde ni la luz del sol osaba llegar, las serpientes marinas de Eldoria—criaturas de escamas blindadas y ojos como lunas pálidas—trazaban círculos eternos alrededor de géiseres submarinos que expulsaban vapores de éter puro, la misma esencia que alimentó la creación del mundo.
Los ríos de Eldoria no eran simples corrientes de agua, sino venas del planeta, talladas por la mano del Dios Absoluto. Descendían de las montañas como serpientes de plata líquida, brillando bajo la luz del sol naciente mientras serpenteaban entre valles y bosques, llevando consigo el aliento de las cumbres sagradas hacia el abrazo infinito de los mares.
En las regiones templadas, los bosques ancestrales se alzaban como guardianes silenciosos del tiempo. Sus árboles, gigantes de corteza surcada por runas naturales, se elevaban hasta desafiar el firmamento, como si intentaran tocar las estrellas que el Dios había sembrado en el cielo. Las hojas, de un verde esmeralda tan intenso que parecían gotas de luz solidificada, tejían un dosel impenetrable, un laberinto vivo donde la luz del sol se filtraba en jirones dorados, pintando el suelo de musgo con patrones efímeros.
Aquí, la vida palpitaba en formas imposibles:
Y en lo más profundo del bosque, donde ni siquiera las bestias osaban adentrarse, se rumoreaba que los árboles susurraban secretos en lenguas olvidadas, palabras que solo el Dios Absoluto y los vientos podían comprender.
En los confines norte y sur de Eldoria, el aliento del Dios Absoluto se cristalizaba en tundras infinitas, donde el horizonte se perdía en un mar de hielo bruñido por el sol. Aquí, el tiempo parecía detenerse: tormentas de nieve danzantes tejían espirales caprichosas, esculpiendo arcos y agujas gélidas que el viento desvanecía horas después, como si el mismo planeta respirara.
La vida, testaruda y majestuosa, se abría paso:
Más allá, donde el calor del sol besaba la tierra con furia, las junglas de Eldoria estallaban en un frenesí de vida. Árboles ancestrales, cuyos troncos retorcidos formaban bóvedas naturales, sostenían reinos completos en sus ramas. El aire vibraba con el zumbido de criaturas aladas—mariposas de alas de vitral y pájaros cuyos cantos imitaban el sonido de agua cayendo—mientras que, en las profundidades del follaje, depredadores de piel cambiante acechaban, sus escamas reflejando los verdes y dorados de la selva como espejos vivos.