Desde la inmensidad del Trono Celestial, el Dios Absoluto alzó su mirada sobre Elyssar. Todo estaba en su lugar: los ríos de luz, los bosques de oro, los Pilares del Equilibrio... pero faltaba algo más. No simples criaturas, sino extensiones de Su voluntad, guardianes que sostendrían el tejido mismo de la existencia.
Y entonces, actuó.
Desde la eternidad del Trono Celestial, una voz sin sonido resonó en el tejido mismo de Elyssar. Fue entonces que de la luz primordial se desgarró un jirón de existencia pura, ardiendo con el fulgor de mil soles nacientes.
El primero en emerger de la luz primordial fue Orisiel, el más noble, el más poderoso. Su presencia irradiaba una gloria dorada que hacía palidecer incluso a las torres de luz de Elyssar. Su armadura celestial, cincelada de la esencia misma de las estrellas, brillaba con constelaciones vivas que giraban lentamente sobre su superficie. De su espalda se desplegaban seis alas majestuosas, cada pluma era un fragmento de eternidad, cada movimiento, una ola de luz que iluminaba los rincones más oscuros del reino.
Sus ojos, profundos como abismos estelares, contenían el conocimiento de las eras pasadas y futuras. Cuando habló, su voz resonó como el trueno distante de una creación naciendo, armoniosa y terrible a la vez.
Postrado ante el Trono Celestial, inclinó su frente ante el Dios Absoluto. Su voz, firme y serena, atravesó el silencio sagrado:
—Mi Señor— dijo, y el aire vibró con el peso de esas dos sílabas—. Mi existencia es tu voluntad. ¿Cuál es mi propósito?
La respuesta del Creador retumbó en la realidad misma, una voz que no solo se escuchaba, sino que se sentía en el alma:
—Eres el Principio y el Fin. La Espada y el Escudo. Sobre tus hombros recaerá la responsabilidad de guiar a los tuyos y de mantener el equilibrio. Donde tu luz caiga, allí estará Mi Juicio.
Orisiel inclinó la cabeza en solemne aceptación. No había duda, ni temor, solo certeza. Sabía que su deber trascendía el mero liderazgo: él sería el pilar inquebrantable sobre el que descansaría el orden de todas las cosas.
Y a él se le entregó el mando de la Legión de la Llama Eterna, la más grande y poderosa de todas, incontables ángeles forjados en el fuego primordial, guerreros de luz destinados a ser la espada y el escudo de la voluntad divina.
Azarel, Guardián de la Sabiduría Eterna.
Después de la luz primordial surgió una segunda figura distinta a Orisiel, aunque igualmente majestuosa. Azarel emergió con la quietud de un pensamiento divino, su presencia irradiaba una serenidad que calmaba el mismo aire de Elyssar. Su semblante, iluminado por una sabiduría infinita, parecía contener en sus ojos el peso de todas las verdades pasadas y futuras.
Vestía túnicas blancas inmaculadas, entretejidas con hilos dorados que brillaban como constelaciones recién formadas. Su cabello, resplandeciente como plata líquida, caía en ondas perfectas, como si cada hebra hubiera sido moldeada por el susurro del tiempo. En sus manos sostenía el Libro de los Ciclos, un volumen cuya encuadernación parecía estar hecha de la esencia misma del conocimiento. Las páginas, eternas e infinitas, contenían no solo la historia de todo lo creado, sino también los ecos de lo que aún no había llegado a ser.
Cuando Azarel abrió el libro por primera vez, sus palabras resonaron con la cadencia de un destino escrito desde el principio de los tiempos:
—Aquel que conoce el principio, también debe conocer el final—.
Su voz no era un sonido, sino una verdad que se imprimía en el aire, como si el universo mismo la reconociera.
A su cargo estaría la Legión de los Cronistas del Firmamento, seres de plumas de luz y ojos que reflejaban el paso de las eras. Su misión era clara: registrar cada instante, cada giro del destino, cada suspiro de la creación, para que nada, ni lo más insignificante, cayera en el olvido. Azarel no solo sería el Guardián de la Sabiduría, sino también la memoria viva del Dios Absoluto, asegurando que el orden del cosmos nunca se perdiera en la niebla del tiempo.
Thariel, el Portador del Juicio.
De la luz primordial se alzó una tercera figura imponente, cuya sola presencia hacía temblar el aire con un silencio reverente. Thariel, el Portador del Juicio, emergió con la solemnidad de una sentencia irrevocable. Su estatura era majestuosa, su porte inflexible, como si hubiera sido forjado no para cuestionar, sino para actuar.
Vestía una armadura de oro y platino, tan pesada como el peso del destino y tan reluciente como la ira divina. Cada placa, cada grabado en su superficie, contaba la historia de juicios pasados y futuros, de verdades que no admitían discusión. En sus manos sostenía la Lanza del Edicto, un arma, que ardía con una llama dorada e indomable, capaz de separar la luz de la oscuridad con un solo golpe.
Cuando Thariel habló, su voz no fue un mero sonido, sino una ley escrita en el aire mismo:
—El juicio es mi deber, y mi mano no temblará al ejecutarlo—.