El Legado Del Dios Absoluto

CAPÍTULO IV: Los Herederos de la Eternidad

El resplandor de Elyssar, eterno e inmaculado, envolvía el Trono Celestial donde el Dios Absoluto reposaba. Sus ojos, profundos como abismos estelares, contemplaban la perfección de su nueva creación, pero en su mirada latía un destello de memoria antigua. La presente era armonía; el pasado, una herida que aún ardía en el silencio divino.

Thalassara.

El nombre resonó en su mente como un trueno lejano. El primer bastión, escenario de una guerra que había desgarrado los cimientos del cosmos. Allí, entidades oscuras —seres nacidos del vacío entre los mundos— habían sembrado la destrucción, arrasando con todo a su paso. Los habitantes de Thalassara, guerreros de leyenda y dioses ancestrales, habían resistido con una valentía que trascendía el tiempo. Pero su sacrificio, aunque noble, no había sido suficiente. Sus almas se habían dispersado en el flujo del universo, y su mundo había estallado en un cataclismo que casi consumió los universos 4 y 5. Solo la intervención del Dios Absoluto había evitado la aniquilación total, fusionando lo que quedaba de ambos en un solo reino renacido.

Un silencio solemne cayó sobre Elyssar, tan denso que hasta la luz pareció contener su fulgor por un instante. Entonces, la voz del Dios Absoluto irrumpió, poderosa como el rugido de un coloso cósmico, pero cargada de una pena infinita:

Vuestro sacrificio y vuestros sueños perdurarán más allá del olvido—.

Sus palabras no fueron solo un lamento, sino un juramento. El eco de su voz se expandió por cada galaxia, cada átomo, cada sombra del universo recién formado, como si las mismas estrellas repitieran su promesa.

Hoy, en honor a vuestra lucha, renacerá el alba de una nueva era —continuó, y en su tono se mezclaban la furia y la esperanza—. En las ruinas de lo perdido nacerán guerreros inmortales, guardianes de la esperanza que desafiarán la oscuridad.

El aire de Elyssar vibró con la declaración, y por primera vez desde su creación, algo nuevo surgió en el Reino Celestial: un propósito forjado en la pérdida, una luz alimentada por la memoria de lo que jamás debió caer.

Los Diez Heraldos permanecían en perfecta formación ante el Trono Celestial, sus siluetas bañadas por la luz inextinguible de Elyssar. Como un solo ser, inclinaron sus cabezas en un gesto de profunda reverencia, reconociendo la voluntad insondable de su Creador. Fue entonces cuando Orisiel, el primero entre iguales, avanzó con paso solemne. Su armadura cósmica emitía un tenue resplandor dorado, como si las estrellas mismas latieran bajo su piel.

Señor, ¿qué destino tendrán estas nuevas almas? — preguntó, su voz no mostraba duda, sino el deseo de comprender el designio divino.

El Dios Absoluto lo miró, y en sus ojos se reflejaron ecos de un designio más antiguo que el tiempo mismo.

Serán Hijos de la Eternidad— declaró, y cada sílaba resonó como el martillar de un herrero cósmico forjando realidad. —Morarán en un reino propio, Eldoria, donde su esencia perdurará más allá del tiempo. No serán más grandes que ustedes, pero también serán seres de naturaleza completamente divina—.

Un silencio sagrado se extendió entre los Heraldos. No hubo murmullos, ni preguntas, solo aceptación. Sabían que cada palabra del Creador era una ley grabada en los cimientos de la existencia.

Entonces, el Dios Absoluto extendió su mano sobre Eldoria y en el corazón de esta tierra bendita, coronando una llanura de mármol blanco, se erguía la Ciudad Celeste. Sus torres, talladas en gemas transparentes y oro viviente, alcanzaban alturas que desafiaban la gravedad. Cada muro, cada columna, cada arco parecía vibrar con una canción silenciosa, como si la estructura entera fuera un instrumento afinado a la perfección divina.

Los Heraldos observaron en silencio reverencial mientras el Creador daba forma final a su obra. Sabían que pronto, en esas salas pulidas por el tiempo eterno, los primeros Hijos de la Eternidad abrirían los ojos. Y con ellos, un nuevo capítulo comenzaría.

El Dios Absoluto cerró su mano con solemnidad, y entre sus dedos surgió una llama blanca que palpitaba como un corazón estelar. En su interior danzaban los últimos ecos de Thalassara: el valor de sus guerreros caídos, la sabiduría de sus dioses extintos, los sueños de un mundo que se había desvanecido en el olvido. Con un gesto lento y deliberado, el Creador abrió su palma, y la llama se fracturó en innumerables destellos, cada uno ardiendo con la intensidad de una estrella recién nacida.

Estos fragmentos de esencia divina comenzaron a tomar forma, tejiéndose en cuerpos de luz y voluntad. Así emergieron los Eldorianos, seres cuya majestuosidad rivalizaba con la de las constelaciones. No había dos iguales: algunos alzaban alas de pura energía que se desplegaban como mantos reales; otros brillaban con un fulgor interno, como antorchas vivientes en la eternidad; unos más parecían hechos de la misma sustancia luminosa que fluía por los ríos de Elyssar, sus contornos eran difusos, pero hermosos, como estrellas vistas a través de la neblina.

Entre la multitud resplandeciente, diez figuras se alzaban con singular grandeza. Más altos, más radiantes, sus presencias irradiaban una autoridad innata. Sus ojos, profundos como galaxias en formación, reflejaban no solo el poder, sino el peso de un propósito recién nacido.




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