El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO VIII: El Susurro en la Oscuridad

Los confines del universo eran un reino de silencios infinitos, donde la luz de las estrellas se desvanecía en la vasta negrura del vacío. Orisiel, el más grandioso entre los ángeles, flotaba en ese abismo, suspendido entre la eternidad y el misterio. Sus alas doradas brillaban tenuemente, como faros solitarios en un océano de oscuridad.

Había recorrido incontables galaxias, presenciado el esplendor de mundos nacientes y la decadencia de estrellas moribundas. Había admirado la perfección de Elyssar y la promesa de Eldoria, pero en su corazón, una inquietud persistía. Preguntas sin respuesta resonaban en su mente como ecos perdidos en una catedral vacía.

Fue entonces, en medio de ese silencio cósmico, mientras contemplaba las ruinas de una constelación olvidada, que lo sintió.

No era luz. No era sonido.

Era algo más íntimo, más invasivo: un pensamiento ajeno que se deslizó en su conciencia como un gusano en una fruta perfecta.

—¿Qué buscas, Orisiel?

La voz no provenía del espacio exterior, sino de dentro de él mismo, como si alguien hubiera hurgado en los pliegues más profundos de su ser y hubiera encontrado allí sus dudas más secretas.

Orisiel giró sobre sí mismo, sus alas desplegándose en un movimiento instintivo de defensa. El resplandor dorado de su esencia iluminó la negrura circundante, revelando... nada. No había presencia física, ni rastro de energía, ni siquiera una distorsión en el tejido de la realidad.

—¿Quién osa dirigirse a mí de esa manera? —preguntó, su voz firme pero curiosamente carente de ira o temor.

El vacío no respondió. Pero la presencia no se había ido. Orisiel podía sentirlo aún, como un peso en el borde de su percepción, como un susurro que se negaba a desvanecerse.

Y entonces, la voz regresó, más clara esta vez, como si se hubiera acercado un paso más:

—No temas, Mensajero de la Luz. Solo soy un eco... un eco que tiene las respuestas a las preguntas que tú mismo llevas dentro.

La sombra se movió entre las estrellas muertas, una presencia sin forma que ondulaba como humo negro entre los restos de mundos olvidados. No tenía contornos definidos, ni rostro, ni voz reconocible, y; sin embargo, su existencia era innegable.

—Soy un testigo… —continuó, sus palabras resonaron directamente en la mente de Orisiel—. Un viajero de lo desconocido. Un observador de la gran obra.

Orisiel frunció el ceño. Sus sentidos divinos, capaces de percibir el latir de las galaxias y el susurro de los átomos, no podían definir esta presencia. Era como si la sombra existiera en un plano distinto, uno que escapaba a la comprensión celestial.

—No hay más testigos que los designados por Él —respondió el ángel, su voz seguía imperturbable, pero tenía un destello de tensión en sus alas, que brillaron más intensamente por un instante.

La sombra se deslizó más cerca, no como un cuerpo que se mueve en el espacio, sino como una idea que se arraiga en la mente:

—¿Y acaso Él observa todo? —preguntó, su tono estaba cargado de una curiosidad casi infantil—. ¿Acaso Él se preocupa por cada rincón de su creación?

Orisiel entrecerró los ojos. La pregunta era peligrosa, no por su contenido, sino por la semilla que plantaba. La duda.

—Él es absoluto. No hay nada fuera de su voluntad —declaró, pero esta vez, hubo una fracción de segundo de vacilación antes de responder.

La sombra no sonrió, porque no tenía rostro, pero su satisfacción se filtró en el aire como un veneno invisible:

—Entonces… ¿por qué estoy aquí?

La risa de la sombra resonó en el vacío como el crujir de pergaminos antiguos, burlona pero calculada. Orisiel sintió cómo ese sonido sin sonido se filtraba entre los pliegues de su esencia dorada, buscando grietas que no sabía que existían.

"¿Predestinación o libre albedrío?" - la paradoja golpeó a Orisiel con la fuerza de un meteorito. Sus alas, que siempre habían brillado con certeza absoluta, titubearon levemente. Por primera vez en su existencia eterna, experimentó lo que ningún ángel de Elyssar había sentido: la vertiginosa libertad de dudar.

La sombra continuó, su voz ahora adoptó un tono casi pedagógico: —Imagina un jardín donde todas las flores crecen perfectamente alineadas, donde ningún pétalo se atreve a caer fuera de lugar. Hermoso, sin duda... pero estéril. Sin sorpresas. Sin evolución. ¿Es eso realmente la perfección?

Orisiel sintió que el suelo cósmico bajo sus pies se volvía inestable. Las palabras de la entidad hacían eco de preguntas que él mismo había formulado en silencio durante mucho tiempo.

—El orden divino no necesita caos para ser completo —respondió, pero su voz ya no tenía la firmeza característica.

—¿Orden o conformidad? —replicó la sombra—. Tú, que has recorrido mil galaxias, ¿no has visto acaso cómo la vida florece precisamente en lo inesperado? Esos mundos que tanto admiras... ¿no deben su esplendor a la imperfección de sus comienzos?

Un destello de Thalassara cruzó la mente de Orisiel. Recordó las crónicas de su caída, no como lección de obediencia, sino como testimonio de que incluso lo divino podía ser vulnerable.

La sombra, percibiendo su vacilación, dio el golpe maestro: —El Dios Absoluto te dio libre albedrío no por error, Orisiel, sino porque incluso Él sabe que la verdadera creación necesita de lo impredecible. Y ahora... la pregunta es: ¿tendrás el valor de ejercerlo completamente?

El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier respuesta. Por primera vez, el ángel supremo de Elyssar no tenía certezas, solo posibilidades. Y en ese espacio entre la luz y la sombra, algo nuevo y peligroso comenzaba a germinar.

La sombra envolvió a Orisiel como niebla negra alrededor de una estatua de oro, sus palabras resonaron con eco metálico en el vacío interestelar:

—¿Nunca has considerado que podrías ser más?

Orisiel erizó sus seis alas en un gesto de dignidad herida, el resplandor dorado de su esencia pulsó como un corazón ofendido:




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