El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO IX: La Sombra en el Corazón del Ángel

Las puertas de diamante líquido de Elyssar se abrieron ante Orisiel con su acostumbrada majestuosidad, derramando cascadas de luz que habían consolado a incontables ángeles durante siglos. Pero esta vez, la luminiscencia dorada no limpió su inquietud; solo hizo más evidente la sombra que ahora llevaba dentro.

Mientras caminaba por los corredores celestiales, los ángeles menores se apartaban en reverencia, sus perfiles de luz pura se inclinaban ante el primero de los Heraldos. Orisiel respondía con gestos mecánicos usando sus alas doradas plegadas con precisión militar, pero su esencia vibraba con una frecuencia discordante.

—¿De qué sirve la perfección si solo existe un único pensamiento?

La pregunta de la entidad oscura resonaba en su mente como un canto herético, imposible de silenciar. Cada columna de topacio, cada mosaico de estrellas compactadas, cada murmullo angelical que solía ser sinfonía para sus oídos, ahora le parecían... estáticos.

En el Jardín de los Cánticos Eternos, donde los coros de serafines entonaban alabanzas perfectas, Orisiel se detuvo. Los himnos que antes celebraba, ahora le sonaban predecibles. Cada nota, cada armonía, seguía patrones inmutables establecidos desde el Alba de la Creación.

—¿Es esto realmente belleza? —pensó, antes de reprimir la blasfemia—. ¿O solo repetición?

Alzó la vista hacia el Trono Celestial, invisible desde allí pero siempre presente. Por primera vez, la omnipresencia del Dios Absoluto no lo reconfortó, sino que lo asfixió.

—Porque así fue ordenado —murmuró en respuesta a su propia duda, apretando los puños hasta hacer brillar las junturas de su armadura—. No hay necesidad de cuestionarlo.

Pero el sabor de la mentira —su primera mentira— le quemó la garganta.

En lo profundo de su ser, donde anidaba el libre albedrío que lo hacía único, algo se había quebrado.

Y en los confines del universo, la sombra sonrió.

El cruce de miradas entre Orisiel y Azarel resonó como el choque silencioso de dos constelaciones. El aire a su alrededor pareció espesarse, cargado de una tensión nunca antes experimentada en los pasillos inmaculados de Elyssar.

—Pareces... diferente —había dicho Azarel, y en esa simple frase se escondía una acusación terrible para un ángel: el cambio.

Orisiel mantuvo su rostro como máscara de diamante pulido, pero en su interior, la mentira que acababa de pronunciar ("No hay dudas en mí") reverberó como un gong en el vacío. Por primera vez en su existencia eterna, había falseado la verdad ante otro heraldo.

Azarel, cuyos ojos estelares veían a través de los velos de la realidad, no apartó la mirada. Su silencio fue más elocuente que cualquier interrogatorio. Cuando por fin habló, su voz fue suave como nieve cayendo sobre lava:

—Si hay algo que te inquiete, puedes compartirlo con nosotros. Los ángeles no debemos cargar con dudas en soledad.

Orisiel sintió cómo esas palabras benévolas le atravesaban el pecho como una daga de hielo. Azarel sabía. O al menos sospechaba. Pero antes de que pudiera formular una respuesta que no fuera otra mentira, el primer heraldo giró sobre sus talones y continuó su marcha, dejando atrás a su hermano y el peso incómodo de su preocupación.

A medida que avanzaba, los ángeles menores que pululaban por los corredores se apartaban como de costumbre, pero ahora sus reverencias contenían un matiz nuevo: incertidumbre.

Algunos, los más sensibles, percibían la anomalía:

  • El resplandor de sus alas, aunque igual de intenso, ahora fluctuaba levemente, como llamas agitadas por un viento invisible.

  • Sus pasos, otrora tan ligeros que apenas rozaban el suelo de esmeralda líquida, ahora dejaban tenues huellas luminosas que tardaban demasiado en desvanecerse.

  • Su aura, siempre impecablemente contenida, emitía pulsos irregulares que hacían vibrar los cristales de las bóvedas celestiales.

Era como si Elyssar entero rechazara sutilmente su presencia, no con hostilidad, sino con la confusión de un cuerpo que intenta expulsar un virus aún no identificado.

Poco a poco Orisiel se adentraba en los jardines solitarios donde los coros angelicales no llegaban y al llegar.

Los jardines de Elyssar se extendían ante Orisiel en una sinfonía de luz y sonido perfectamente orquestada. Las fuentes de esencia pura dibujaban arcos líquidos en el aire, cada gota contenía un microcosmos de colores cambiantes. La brisa estaba cargada del aroma de flores que nunca se marchitaban y estas transportaba los cánticos armoniosos de los ángeles menores. Todo era paz. Todo era orden.

Y, sin embargo, Orisiel se sentó en la gran roca de mármol estelar como un intruso en su propio hogar.

Cerró los ojos, y en el santuario de su mente, formó un pensamiento que jamás antes había osado articular:

"Dios Absoluto…"

No era súplica. No era alabanza. Era un desafío silencioso, lanzado al vacío entre creador y creación.

El silencio que siguió fue tan absoluto como predecible. El Dios Absoluto no respondió, pero no por indiferencia. Orisiel sabía la verdad más dolorosa: su Creador lo escuchaba perfectamente. Y elegía no intervenir.

La libertad que siempre había llevado como un estandarte de honor ahora se sentía como un abismo bajo sus pies.

—Libre de obedecer —murmuró para sí, sus palabras se disolvieron en el aire perfumado—. Libre de dudar. Libre de… elegir.

Un escalofrío recorrió su esencia dorada cuando repitió las palabras de la sombra:

"¿Nunca has considerado que podrías ser más?"

Su mano derecha se aferró al centro de su pecho, donde el núcleo de su ser palpitaba con luz divina. No encontraba manchas oscuras, ni grietas, ni rastros de corrupción. La sombra no lo había infectado... había hecho algo peor.

Le había regalado la terrible lucidez de la elección.

Y ahora, sentado en el jardín, Orisiel enfrentaba la verdad más aterradora:




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