El sol de Eldoria vertía su luz como oro fundido sobre las torres de cristal y los campos de trigo sagrado. Mil años. Mil vueltas completas alrededor de su estrella, y el planeta respiraba en plenitud.
Las ciudades relucían, no con el frío fulgor de la magia, sino con la cálida luminosidad de las lámparas del recuerdo, faroles flotantes que contenían chispas de la primera alba. En los campos, los danzantes trazaban círculos perfectos con sus pies descalzos, mientras el viento llevaba sus cantos hacia los cuatro rincones del mundo:
—Nacimos de la luz, pero somos hijos de la tierra. —
Arriba, las aves de fuego —últimos descendientes de los Draykari puros— surcaban el cielo en espirales ceremoniales, dejando estelas de humo que se convertían en runas antiguas. Los niños intentaban descifrarlas entre risas, ignorando que eran versos de un idioma olvidado.
Y en el centro de todo, erguido como un colmillo de marfil contra el azur, el Gran Templo de la Eternidad esperaba. Sus puertas —talladas con los rostros de las Razas Perdidas— se abrieron con un gemido que resonó en los huesos de quienes se acercaban. Los Eldorianos, seres de piel dorada y ojos como constelaciones, avanzaban en procesión. Llevaban ofrendas:
Frutos del Árbol del Tiempo, que maduraban hacia atrás.
Espejos de agua estancada, donde nadaban peces que habían visto el principio del mundo.
Sus propias memorias, extraídas en forma de perlas brillantes y colocadas en el Altar del Olvido Voluntario.
El festejo estaba por comenzar. Pero en las profundidades del templo, donde ni siquiera los sacerdotes más sabios osaban entrar, algo latía al ritmo de los corazones de la multitud.
Y ese algo... no celebraba.
El eco de los grandes nombres resonaba en cada rincón de Eldoria, sus hazañas fueron tejidas en el aire como seda invisible. Entre todos ellos, uno brillaba con luz propia: Thalvion el Fundador.
Su presencia era un poema vivo:
Su estatura se alzaba sobre los demás como una torre de marfil, coronada por una melena plateada que fluía como el curso de los ríos sagrados.
Sus ojos, dos soles dorados, guardaban el fulgor de la primera aurora, cuando el Dios Absoluto sopló vida sobre Eldoria.
La armadura ceremonial - azul como el manto celeste, dorada como el corazón de las estrellas - crujía suavemente con cada movimiento, como si contara historias de batallas antiguas.
Su legado flotaba literalmente sobre el mundo:
Avariel, la ciudad que desafió la gravedad. Sus torres de cristal cantaban con el viento, sus puentes de energía pura unían no solo lugares, sino destinos. Allí, donde otros veían el límite, Thalvion había visto un comienzo.
En la plaza central del Gran Templo, las pisadas de Thalvion resonaron sobre el mármol sagrado. La multitud enmudeció cuando alzó su mano enguantada:
—Hoy no celebramos el paso del tiempo—, declaró, y su voz era el rumor de las páginas de todos los libros de historia combinados, —sino la voluntad de trascenderlo—.
Un suspiro colectivo recorrió Eldoria. En ese instante, hasta las aves de fuego detuvieron su vuelo para escuchar. Pero en la sombra de su magnífica armadura, solo unos pocos notaron cómo sus dedos se aferraban al pomo de su espada... como si aún esperara una batalla por venir.
El eco de la voz de Thalvion aún resonaba entre las columnas del templo cuando una nueva figura emergió de entre la multitud. Las pisadas de Aelys, Guardiana del Mar Eterno, no producían sonido al tocar el mármol, como si siempre estuviera suspendida entre las olas y la tierra.
Su presencia era una tormenta contenida:
Su cabello, largo y plateado como la espuma bajo la luna llena, ondeaba sin necesidad de viento, moviéndose al ritmo de corrientes invisibles.
Su piel, con el brillo nacarado de las profundidades, reflejaba la luz como si el océano mismo la hubiera tallado de coral y perlas.
Sus ojos, dos abismos azules, guardaban la furia tranquila de las mareas que habían moldeado los acantilados de Eldoria.
—Nuestros mares han visto mil amaneceres—, declaró, y su voz sonó como el choque de las olas contra los acantilados del norte, —y con cada uno, Eldoria ha florecido—.
Los presentes sintieron el aroma a sal y algas marinas, aunque estaban a leguas de la costa. Era el poder de Aelys, la soberana de Corales, la ciudad de cúpulas de cristal que brillaba en las profundidades, donde los Eldorianos del agua respiraban entre corales sagrados y criaturas luminosas.
—Hoy, el océano canta por nuestra eternidad—.
Al pronunciar estas palabras, el suelo del templo tembló levemente. No por miedo, sino en respuesta. Desde las costas más lejanas, una ola gigante se alzó y se detuvo en el aire por un instante, como si el mar mismo hiciera una reverencia antes de retirarse.
El murmullo de la multitud se apagó cuando Vareth, el Señor de la Forja Eterna, avanzó hacia el centro del templo. Cada uno de sus pasos retumbó como el golpe de un martillo sobre el yunque del mundo.
Su figura era una obra maestra viviente:
Sus brazos, esculpidos por siglos de trabajo incansable, parecían tallados en la misma roca de las montañas sagradas, entretejidos con vetas de oro que brillaban como venas de leyenda.
Su piel, rugosa como piedra pulida por el tiempo, emanaba un calor apenas contenido, como si aún llevara el fuego de su fragua en las entrañas.
—Mil años no son más que el inicio—, declaró, y su voz resonó con el eco de mil martillazos fundiéndose en uno. —Eldoria aún tiene mucho que construir—.
El aire se impregnó del olor a metal al rojo vivo y carbón ardiente, aunque no hubiera fragua cerca. Era la esencia de Volkaris, la ciudad cuyas torres no se alzaban hacia el cielo, sino que brotaban de la tierra como espadas recién forjadas, donde el sonido de los yunques era el latido del progreso.