El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XII: La Mancha en la Luz

La luz dorada del amanecer bañaba la Gran Explanada, donde los eldorianos danzaban al ritmo de las arpas celestiales, sus risas se mezclaban con los coros de los ángeles. El aire olía a néctar y pan recién horneado, y los niños, embriagados de alegría, intentaban imitar el vuelo de los serafines, corriendo con los brazos extendidos bajo un cielo que jamás había parecido tan cercano.

Pero en los jardines del templo, donde las sombras de los árboles ancestrales se alargaban como garras, Orisiel observaba. Su luz, antes dorada e inmaculada, ahora palpitaba con un brillo frío, casi metálico, mientras sus ojos seguían a un grupo de eldorianos que se apartaban del festín.

Eran híbridos.

Algunos llevaban escamas nacaradas en los brazos, herencia de los linajes marinos de Aelys. Otros tenían pupilas de fuego, como brasas vivas, legado de los forjadores de Volkaris. Uno, más joven, intentaba desplegar unas alas pequeñas y deformes, incapaces de sostenerlo en el aire. Eran diferentes. Eran impuros.

Orisiel avanzó, y el césped bajo sus pies se marchitó levemente, como si rechazara su presencia. Los híbridos, al verlo, se inclinaron con respeto, pero el ángel no devolvió el gesto.

—No debisteis existir. —

Sus palabras cayeron como una sentencia, heladas y precisas. Los híbridos se miraron entre sí, confundidos. Uno de ellos, un hombre de piel bronceada y ojos dorados, dio un paso al frente.

—Señor, solo somos eldorianos, como todos los demás. Vivimos, trabajamos, honramos al Dios Absoluto. ¿Qué crimen hay en eso?

Orisiel no respondió de inmediato. En su mente, la voz de la sombra susurraba, como un veneno que se filtraba en sus pensamientos:

"Míralos. ¿Crees que el Creador, en su perfección, quiso esto? Son errores. Manchas en su obra. Y tú, su heraldo, lo permites."

El ángel extendió su mano, y en su palma, una luz blanca y cruel comenzó a girar, formando un vórtice de energía pura. Los híbridos retrocedieron, pero no había adónde huir.

—Vuestra existencia es un error—, repitió, y esta vez, su voz ya no era solo fría. Estaba corrompida.

En ese instante, como si el universo mismo hubiera sentido la amenaza, el aire se cortó con un aleteo poderoso. Seraphiel descendió entre ellos, sus seis alas plateadas desplegadas como un muro entre Orisiel y los híbridos.

—¿Qué haces, hermano? —Su voz era tranquila, pero en sus ojos, por primera vez en la eternidad, brillaba algo peligroso.

Orisiel lo miró, y en su rostro, por un segundo, se vio la lucha interna: el ángel que fue, y la sombra que lo tentaba. Pero la duda pasó rápido.

—Lo que debe hacerse. —

Entre el grupo de híbridos, un joven de piel plateada como la luna llena dio un paso adelante. Ethrialis, cuyo nombre significaba "el que busca la luz" en la lengua antigua, extendió sus manos vacías en un gesto de paz. Las escamas nacaradas a lo largo de sus brazos brillaban débilmente bajo la luz contaminada de Orisiel.

—Si nuestra existencia ofende a los cielos—, dijo con una voz que apenas temblaba, —muéstranos cómo redimirnos. Enséñanos a ser dignos, oh Luz de Elyssar—. Sus ojos, de un violeta profundo como los atardeceres de Seraphis, reflejaban una fe inquebrantable incluso ante la divinidad corrompida que tenía frente a él.

Orisiel sintió cómo las palabras del joven resonaban en algún lugar remoto de su ser, donde aún quedaban vestigios del ángel que había sido. Pero la sombra en su mente se agitó, distorsionando la imagen de Ethrialis hasta convertirlo en una grotesca amalgama de rasgos discordantes, una ofensa viva a la perfección divina.

—El único camino para vuestra clase—, respondió Orisiel, y su voz ya no era la de un heraldo celestial, sino el sonido áspero de estrellas apagándose, —es el olvido—.

Su mano se alzó sin que él lo decidiera, como si algo más controlara sus miembros. La energía que brotó no fue el dorado cálido de Elyssar, sino un blanco cegador y cruel que serpenteó como un relámpago enfermo. El destello atravesó el pecho de Ethrialis antes de que nadie pudiera parpadear.

No hubo gritos. El joven híbrido simplemente se desplomó, su cuerpo plateado chocó contra la hierba sagrada que inmediatamente se tornó gris a su alrededor. Sus ojos violetas se apagaron lentamente, y por un instante, antes de que la muerte lo consumiera por completo, pareció entender algo que nadie más en el jardín comprendía.

Los demás híbridos se apiñaron en un silencio aterrorizado, algunos cubriéndose la boca para ahogar los sollozos, otros mirando a Orisiel con una mezcla de incredulidad y traición. Habían crecido escuchando las leyendas de los ángeles, de su justicia y sabiduría. Nada en sus historias los había preparado para esto.

Orisiel observó su propia mano, que ahora temblaba visiblemente. Los bordes de sus dedos empezaban a oscurecerse, como si la energía que había liberado lo hubiera quemado desde dentro. En su mente, la sombra susurró: —Has visto la verdad. Ellos no pertenecen. Tú sí—.

Pero en algún lugar, bajo capas de corrupción y orgullo, el verdadero Orisiel -el que había guiado a legiones, el que enseñaba a los ángeles menores los nombres de las constelaciones- gritaba en silencio. Porque por primera vez en su existencia eterna, había cometido un acto que ni el más misericordioso de los dioses podría perdonar.

Había asesinado a un inocente.

Y lo peor de todo era que, a medida que los segundos pasaban, sentía que algo dentro de él se rompía definitivamente. No su conexión con Elyssar, no su lealtad al Dios Absoluto. Sino su capacidad para arrepentirse.

Un grito desgarrador cortó la noche como un cuchillo. Lyranna, la hermana menor de Ethrialis, se desplomó junto al cuerpo aún cálido de su hermano. Sus manos de dedos palmeados -herencia de sus ancestros marinos- temblaban al tocar el rostro plateado que ya no sonreiría jamás. Las lágrimas caían sobre las mejillas de Ethrialis, limpiando por un instante las marcas de hollín dejadas por el ataque, antes de evaporarse en un suspiro de luz moribunda.




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