El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XIII: El Silencio de las Estrellas

El salón principal del templo vibraba con la energía del clímax festivo. Los atardeceres de cristal colgados en las bóvedas proyectaban luces danzantes sobre los asistentes, mientras los bailarines eldorianos, envueltos en telas que cambiaban de color con sus movimientos, trazaban círculos perfectos al ritmo de las arpas celestiales. El aire era dulce con el aroma de las flores estelares que los ángeles menores habían hecho florecer para la ocasión.

Pero en los jardines del ala occidental, donde las sombras se alargaban como cicatrices sobre la hierba, Orisiel permanecía inmóvil. Las puntas de sus alas, antes doradas como el corazón de las estrellas, ahora mostraban un tono ceniciento que se extendía lentamente. Una sensación desconocida se aferraba a su pecho, opresiva y ajena, como si su esencia divina luchara por contener algo que nunca debió albergar.

Al cerrar los ojos, el rostro de Ethrialis apareció ante él - no como en sus últimos momentos, sino como debió haber sido en vida: sonriendo, con esos ojos violeta llenos de una curiosidad que nunca conocería respuestas. Las manos de Orisiel se crisparon. Este dolor no tenía nombre en el lenguaje de los ángeles. No era el ardor sagrado de Uriel, ni el frío calculador de Thariel. Era algo rajado, imperfecto.

"¿Quién me ha convertido en juez y verdugo?" La pregunta, susurrada a la nada, se perdió entre los arbustos de flores que se cerraban a su paso, rechazando su presencia. En Elyssar, todas las respuestas habían sido claras. Ahora solo había preguntas que quemaban más que cualquier llama divina.

Su capa, tejida con los hilos del amanecer cósmico, ondeó en una brisa que no existía, como si el mismo aire de Eldoria lo empujara a partir. Alzó la vista hacia las torres del templo, donde la luz del festival brillaba como una burla. Allí estaban sus hermanos, inmaculados, perfectos. ¿Qué dirían si vieran la sombra que ahora crecía en su corazón?

Las alas de Orisiel se desplegaron con un sonido que no era el armonioso susurro de antes, sino algo áspero, como pergamino rasgado. No miró atrás cuando se elevó, ni cuando atravesó la atmósfera de Eldoria con un estremecimiento que hizo temblar los cimientos más profundos del mundo. El espacio se abrió ante él, no en el brillante destello azul de los viajes angélicos, sino en un resplandor pálido y enfermizo.

Había un solo lugar donde podría encontrar respuestas, o quizás solo más preguntas: los restos esparcidos de Thalassara, donde comenzó todo. Allí, entre las ruinas de un mundo que el Dios Absoluto había borrado, tal vez entendería por qué su mano había obedecido a la sombra, y no a la luz.

Mientras desaparecía en los pliegues oscuros del cosmos, una última partícula de Ethrialis -que había permanecido oculta entre las plumas de sus alas- se desprendió y cayó sobre Eldoria. Brilló por un instante antes de apagarse, como el último latido de un corazón que nunca debió dejar de latir.

La gran explanada de Eldoria, antes vibrante con música y luz, comenzaba a apagarse. Las antorchas de fuego sagrado se consumían en sus pedestales, dejando escapar espirales de humo perfumado que se enroscaban en el aire como serpientes soñolientas. Los ángeles se congregaron en el centro, sus siluetas se dibujaron por los últimos destellos del amanecer.

Seraphiel, el Guardián del Equilibrio, sintió el vacío antes de verlo. El espacio donde Orisiel debía estar resonaba con una ausencia que le quemaba el alma. Sus ojos, que habían visto el nacimiento de constelaciones, escudriñaron la multitud sin encontrarlo.

—¿Dónde está Orisiel? —preguntó Azarel, cerrando su Libro de los Ciclos con un gesto que hizo temblar las páginas. Su voz, siempre tan segura, llevaba un borde afilado de inquietud.

Seraphiel no contestó de inmediato. Su mirada se elevó hacia los cielos, siguiendo un destello lejano que se perdía más allá de las estrellas visibles. El rastro de Orisiel no era el brillo dorado que conocían, sino algo más frío, más áspero, como metal enfriándose en el vacío.

—Eligió quedarse —mintió, y las palabras le pesaron como piedras en la lengua.

Los otros ángeles asintieron, pero ninguno de ellos miró a los jardines, donde las flores cercanas al lugar del crimen se habían marchitado en un círculo perfecto. Ninguno notó el rastro de escamas plateadas que se desvanecían en el suelo, ni el temor en los ojos de los sirvientes eldorianos que, desde las sombras, habían visto demasiado.

Uno a uno, los heraldos alzaron vuelo. Sus alas cortaron el aire en un coro de susurros, y el portal a Elyssar se abrió para recibirlos. La luz que emanaba era tan pura que hizo llorar a los eldorianos que la contemplaron. Pero Seraphiel, el último en cruzar, se detuvo en el umbral.

En la tierra abajo, los habitantes de Eldoria se abrazaban, sonreían, guardaban los restos del banquete. El milenio de paz se celebraba como debía ser: con alegría, con esperanza, con la certeza de que los ángeles los protegerían siempre.

No sabían.

No vieron la grieta que ahora recorría el corazón de Elyssar, tan fina como el filo de un cuchillo, pero tan profunda como el abismo.

Mientras, en los confines del universo, donde ni las estrellas más valientes se atrevían a brillar, la sombra aguardaba.

Y Orisiel, con sus alas manchadas de duda, volaba directo hacia ella.




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