El umbral de Elyssar se cerró con un sonido cristalino, como mil copas de diamante chocando en perfecta armonía. La luz dorada del reino celestial envolvió a los ángeles, bañando sus formas en un resplandor que normalmente habría sido reconfortante. Pero esta vez, la luminosidad parecía demasiado intensa, demasiado pura, como si intentara compensar algo que faltaba.
Seraphiel aterrizó por último en los Jardines de la Canción Eterna, donde las flores inclinaron sus corolas en su dirección, pero sus cantos sonaron discordantes. Sus pies descalzos apenas tocaron el mármol inmaculado antes de detenerse, sus alas se plegaron con un movimiento que no fue tan fluido como de costumbre.
A su alrededor, los demás heraldos se dispersaban, pero ninguno voló hacia sus torres habituales. Se quedaron suspendidos en el aire, como pájaros que olvidaron cómo aterrizar. El viento que normalmente entonaba melodías sagradas ahora solo susurraba, perdido.
Azael fue el primero en romper el silencio. —El coro está... incompleto—, dijo mientras sus dedos pasaban sobre las páginas de su libro sagrado, que brillaban con menos intensidad. Las palabras escritas en ellas parecían desvanecerse ligeramente en los bordes.
Ishmir, el Señor de los Vientos Celestiales, extendió sus alas translúcidas. —Los aires no fluyen como antes. Hay resistencia, como si algo obstruyera su camino—.
Thariel, siempre práctico, golpeó el suelo con el extremo de su lanza. El sonido metálico que normalmente resonaba por todo Elyssar se apagó demasiado pronto. —No es solo su ausencia. Es... lo que ha dejado atrás—.
Seraphiel no necesitaba preguntar a qué se refería. Podía sentirlo en la textura misma del aire - una aspereza que nunca antes había existido en su mundo perfecto. Cada partícula de luz en Elyssar estaba entrelazada, y ahora una de esas partículas estaba... contaminada.
En la distancia, los árboles de hojas metálicas del Jardín de la Sabiduría susurraban entre sí, sus salmos habituales reemplazados por un murmullo inquietante. Las flores de pétalos iridiscentes que normalmente narraban historias de futuros posibles, ahora solo repetían una palabra, una y otra vez, en un idioma tan antiguo que solo los ángeles más sabios podían entenderla: "Caída".
Malkhiel, el comandante de las Huestes Celestiales, se acercó a Seraphiel. Su armadura, que nunca antes había mostrado ni un rasguño, tenía un tenue oscurecimiento cerca del corazón. —¿Cuánto tiempo pasará antes de que los otros empiecen a notarlo? —, preguntó en voz baja.
Seraphiel miró hacia el Trono Celestial, invisible desde donde estaban, pero siempre presente. Por primera vez en su existencia eterna, sintió algo parecido al frío. "No lo sabemos. Pero cuando lo hagan, Elyssar ya no será lo que era."
Mientras hablaban, en los bordes más alejados del reino, donde la luz se fundía con el vacío, las primeras grietas - tan finas como hebras de cabello - comenzaron a aparecer en la realidad. Tan pequeñas que ni siquiera los ángeles las notaron. Pero estaban allí.
Y en algún lugar del cosmos, cada una de esas grietas susurraba el nombre de Orisiel.
Los diez heraldos se reunieron en la Gran Sala de Sabiduría, esta brillaba con una luz tenue, sus paredes de cristal líquido atrapaban el resplandor de constelaciones distantes que giraban lentamente alrededor de los diez. Las estrellas proyectaban patrones cambiantes sobre los rostros angélicos, dibujando constelaciones de preocupación en sus frentes normalmente serenas.
Seraphiel se adelantó, sus pies descalzos hacían que pequeñas ondas de luz se expandieran sobre el suelo estelar. A su izquierda, Malkhiel mantenía su mano en el pomo de su espada, un gesto inusual en el sagrado recinto. A su derecha, Uriel, cuyas llamas normalmente vibrantes, ardían ahora en tonos bajos, como brasas cubiertas de ceniza.
—Orisiel no regresó con nosotros—. Las palabras de Seraphiel cayeron como piedras en un estanque de mercurio, haciendo que las estrellas en las paredes parpadearan al pasar su eco.
Nahemiel, cuyos dedos normalmente danzaban con la energía del conocimiento, los entrelazó con fuerza. —Eldoria es vasta, — sugirió, su voz era más suave de lo habitual. —Quizás se haya perdido en sus maravillas, buscando... comprensión. — Pero hasta él escuchó la debilidad en sus propias palabras.
Seraphiel negó con un movimiento casi imperceptible de su cabeza. —Lo habría sentido—, dijo, tocando su pecho justo sobre su núcleo de luz. —Su esencia ya no resuena con la nuestra. Es como si... — Las palabras murieron en sus labios, incapaz de pronunciar lo impensable.
Un silencio incómodo se extendió. Zadkiel, normalmente el más estoico, rompió la quietud. —Nunca, en toda la eternidad, ha dejado de responder al llamado de Elyssar—. Su escudo, que reflejaba normalmente la luz pura, mostraba ahora imágenes distorsionadas, como si algo enturbiara su superficie.
Ishmir, cuyas alas de viento solían producir una melodía constante, las mantuvo inusualmente quietas. —Y el Creador—, susurró, —permanece en silencio—.
Esta última observación hizo que todos los presentes sintieran un escalofrío que no podían nombrar. El Dios Absoluto, que normalmente impregnaba cada reunión con su presencia sutil, parecía... distante. No ausente, sino observando desde más lejos de lo habitual, como un padre que permite a sus hijos resolver sus propios errores.
Uriel fue el primero en romper el estupor. Sus llamas crepitaron con repentina intensidad. —Si no está en Eldoria, y no está aquí... — dejó la frase inconclusa, pero todos comprendieron. Solo quedaba un lugar donde un ángel podría ir y no ser encontrado: los espacios entre los mundos, los rincones olvidados de la creación donde ni siquiera la luz de Elyssar llegaba por completo.
Malkhiel desenvainó su espada solo unos centímetros, suficiente para que todos vieran cómo su filo perfecto ahora mostraba un borde irregular cerca de la punta. —Debemos encontrarlo. Antes de que... antes de que lo que sea que le ocurra se vuelva permanente—.