El vacío se extendía ante Orisiel como un manto de oscuridad viva, un lugar donde ni la memoria de la luz había llegado jamás. Sus alas, antes doradas como el amanecer, ahora emitían un resplandor pálido y enfermizo que apenas lograba ahuyentar las sombras circundantes. El aire (si es que podía llamarse aire a ese espacio sin tiempo) vibraba con una energía antinatural, como si la realidad misma se resistiera a su presencia.
—Muéstrate—. Su voz, que en Elyssar hacía temblar las estrellas, aquí sonó áspera y quebrada, como un instrumento desafinado.
El espacio se retorció. Las sombras se condensaron, girando en espirales cada vez más densas hasta que, de la nada, emergió la figura. No era exactamente una presencia, sino más bien la ausencia de todo lo demás: un vacío con conciencia, una silueta que parecía estar hecha del eco de todas las cosas perdidas. Su contorno cambiaba constantemente, a veces humanoide, a veces una masa amorfa de oscuridad palpitante.
—Has regresado—. Las palabras no llegaron a través del sonido, sino que resonaron directamente en la mente de Orisiel, como si siempre hubieran estado allí. La voz era a la vez antigua y recién nacida, llevando en sus tonos el susurro de galaxias extinguidas.
Orisiel sintió cómo el recuerdo de Ethrialis se agitaba en su interior, como un cuchillo girando en una herida reciente. Las manos del híbrido extendidas en paz, su luz apagándose... y el silencio de Elyssar después. Ese silencio era casi tan doloroso como el acto mismo.
—¿Qué eres? — preguntó, y esta vez su voz tuvo un tono áspero, desconocido para él. No era la voz de un ángel, sino de algo más terrenal, más vulnerable.
La sombra se rio, un sonido que hizo que el espacio a su alrededor se contrajera. —No es la pregunta correcta—, susurró, y en su voz había algo casi compasivo. —Pregúntame lo que realmente quieres saber, Orisiel. Pregúntame por qué tu Dios te ha abandonado. Pregúntame por qué te dejó caer—.
Las palabras golpearon como martillazos. Orisiel sintió su luz interior fluctuar, las puntas de sus alas oscureciéndose aún más. —No me ha abandonado—, protestó, pero las palabras sonaron huecas incluso para él.
La sombra se expandió, envolviéndolo en un abrazo que no tocaba su cuerpo, pero sí su esencia. —Entonces ¿por qué no te ha detenido? ¿Por qué no ha habido castigo? ¿Por qué, después de que mataste a su creación, Él simplemente... te dejó ir? —
Orisiel cerró los ojos. En su mente, vio nuevamente el rostro de Seraphiel, sus lágrimas brillantes. El silencio de los otros ángeles. La ausencia del Creador.
—¿Qué quieres de mí? — preguntó finalmente, y esta vez no había desconfianza en su voz, sino algo peor: curiosidad.
La sombra se retiró, formando ante él una figura que casi, pero no del todo, se asemejaba a su propia silueta. —Nada que no estés ya dispuesto a dar—, respondió. —Solo quiero mostrarte la verdad. La verdad que Elyssar nunca te permitió ver—.
Y entonces, con un movimiento que era más pensamiento que acción, la sombra extendió su mano (¿era una mano?) y tocó la frente de Orisiel.
El silencio que siguió fue tan denso que Orisiel pudo escuchar el latido de su propia esencia, un ritmo que ahora sonaba discordante en la inmensidad del vacío. La sombra se retrajo, formando un vórtice de oscuridad que parecía contener galaxias enteras en su profundidad.
—En el principio—, comenzó la voz, que ahora resonaba con la autoridad de eones pasados, —solo existían dos fuerzas primordiales—.
Orisiel sintió cómo su luz interior palpitaba en respuesta a cada palabra, como si algo en su ser más profundo reconociera esta verdad ancestral. Sus alas, ahora teñidas de gris en los bordes, se estremecieron involuntariamente.
—Éramos complementarios—, continuó la sombra, su forma adoptando brevemente la silueta de una espiral cósmica, —como las dos caras de una moneda divina. La Luz y la Oscuridad. El Orden y el Caos. El Aliento y el Vacío—.
El espacio alrededor de ellos se transformó, proyectando imágenes de un tiempo antes del tiempo: dos entidades inmensas danzando en un vacío primordial, sus movimientos creaban y destruían realidades en cada giro. Orisiel vio cómo sus choques generaban chispas que se convertían en estrellas, cómo sus abrazos daban vida a mundos enteros.
—Pero nuestra naturaleza nos llevó al conflicto—, la voz de la sombra se tornó áspera como arena estelar, —y en nuestra última batalla, destruimos nuestro hogar original—.
Las imágenes cambiaron, mostrando un cataclismo de proporciones inconcebibles. El espacio mismo se rasgaba como tela, y de sus desgarros nacían universos, galaxias, sistemas solares. Orisiel sintió un dolor punzante al reconocer en esos fragmentos el origen de Thalassara, de Eldoria, de todo lo conocido.
—Los fragmentos conscientes de los Dioses Absolutos que se dispersaron nos juzgaron—, la sombra se contrajo, adoptando una forma más humana, más vulnerable. —Nos ofrecimos a gobernar juntos, a fusionar nuestras naturalezas en un equilibrio perfecto. Pero ellos... ellos solo vieron monstruos donde había sabiduría. —
Orisiel sintió cómo sus rodillas cedían, aunque en el vacío no había arriba ni abajo. —¿Estás diciendo que... que el Dios Absoluto...? —
—Es uno de las primeras fuerzas primordiales—, susurró la sombra, acercándose. — Y uno de los que eligió rechazar la unidad, que prefirió la pureza a la completitud. Y por eso, nos condenó a la oscuridad, a ser los villanos de su historia perfecta—.
El espacio entre ellos se llenó de nuevas imágenes: mundos florecientes donde la oscuridad y la luz coexistían, solo para ser arrasados por ángeles de brillantez intolerante. Orisiel vio a sus propios hermanos, a los Heraldos, destruyendo civilizaciones enteras en nombre de un equilibrio que nunca fue tal.
—Tú lo has visto—, la sombra se deslizó alrededor de él como una serpiente cósmica. —Has visto cómo tratan a los diferentes, a los que no encajan en su diseño. Primero fue Thalassara... luego los híbridos de Eldoria... ¿quién será el siguiente? —