El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XVI: La Decisión Final de Orisiel

El silencio pesaba como un manto de estrellas muertas sobre aquel rincón olvidado de la creación. Orisiel permanecía inmóvil, sus alas - antes doradas, ahora teñidas de ceniza - apenas vibraban en el vacío. Sus ojos, dos llamas agonizantes, no se apartaban de la sombra que se extendía ante él como un océano de posibilidades prohibidas.

Las palabras resonaban en su mente con la persistencia de un canto funerario: —Serás libre.

El ángel cerró los puños con tal fuerza que sintió cómo su propia luz se quebraba entre sus dedos. Libre... ¿No había sido esa la palabra que había atormentado sus noches desde que descubrió el peso del libre albedrío? ¿No era esa la pregunta sin respuesta que había consumido su esencia desde los primeros días de su creación?

El recuerdo de Ethrialis cayó sobre su conciencia como un martillo. Había extinguido una vida, y el cielo había guardado silencio. Había desafiado los designios divinos, y el trono celestial no había pronunciado sentencia. Ahora, ante él se extendía el fruto de su rebelión, maduro y oscuro, prometiendo saciar una sed que ni siquiera sabía que tenía.

La sombra se movía como humo sobre agua, sus palabras tejían una red de seda y acero: —Solo tienes que aceptarlo.

Orisiel sintió cómo su ser se desgarraba en la encrucijada final. Por un lado, la obediencia ciega que había definido su existencia. Por otro, el vértigo embriagador de convertirse en algo más - ya no un mensajero, sino un arquitecto; no un siervo, sino un soberano.

—Entrégame tu ser... y te daré todo — la voz era ahora el susurro de mil almas olvidadas, la promesa de mil amaneceres prohibidos.

En el último instante, cuando el universo contuvo el aliento, Orisiel cerró los ojos. No hubo estruendo, ni destello, ni grito de batalla. Solo un suspiro, tan leve como el último latido de una estrella moribunda. Y entonces, en ese silencio que resonaría a través de las edades, el ángel más brillante de Elyssar, el ángel amado del creador... cedió.

El cosmos entero contuvo el aliento cuando el universo se estremeció bajo el peso de lo imposible. Las sombras, que hasta entonces habían sido meras ausencias de luz, se alzaron como una marea viva, un océano de hambre infinita que devoraba cada destello, cada reflejo, cada recuerdo de pureza. Era el nacimiento de una nueva oscuridad - no la simple falta de luz, sino su antítesis consciente.

El cuerpo de Orisiel se convirtió en el campo de batalla final. Sintió su piel divina, antes incorruptible, desgarrarse en mil grietas por donde se filtraba la negrura. Sus seis alas - otrora el orgullo de Elyssar - ardieron en llamas frías que no iluminaban, sino que absorbían la luz a su alrededor. Cada pluma se marchitó, convirtiéndose en huesos de obsidiana humeante. Su carne, antes tallada en la esencia misma de la perfección celestial, se retorció y pudrió, revelando la monstruosidad que florecía bajo la superficie de su antigua gloria.

En ese momento de agonía infinita, Orisiel comprendió la verdad última: ya no existía. El ángel que había sido, el heraldo que cantaba las alabanzas del amanecer cósmico, se había extinguido. Lo que emergió de aquel crisol de dolor no era un ángel caído, sino algo nuevo, algo que el universo no había contemplado desde los días previos a Thalassara.

La sombra había ganado, sí, pero su victoria era más sutil de lo que cualquiera podría imaginar. No había simplemente destruido a Orisiel - se había injertado en cada fibra de su ser, en cada recuerdo, en cada destello de su esencia divina. Había conservado la cáscara mientras transformaba el núcleo.

Y así, cuando la transformación completó su curso, la figura que se alzó en el vacío era y no era Orisiel. Podía adoptar su forma, imitar su voz, reproducir hasta la más mínima expresión de su rostro. Las torres de Elyssar lo reconocerían, los Heraldos le dirigirían la palabra, el mismo Dios Absoluto podría mirarlo sin sospecha... y nunca, nunca sabrían que en el lugar donde alguna vez habitó el más noble de los ángeles, ahora solo quedaba un eco perverso de su luz, un espejo oscuro que reflejaba su imagen mientras ocultaba el abismo que había detrás.

La perfección de la mentira era aterradora. Porque lo peor no era que la oscuridad hubiera creado un monstruo... sino que hubiera fabricado la imitación perfecta de un ángel.

El universo contuvo el aliento cuando la transformación alcanzó su clímax. Un último espasmo de energía distorsionó el espacio-tiempo alrededor de la figura que emergía de las sombras. Como un capullo de pesadilla que se abriera al revés, la piel deformada del falso ángel se alisó hasta recuperar su tersura divina, sus facciones grotescas se recomponían en la máscara perfecta de Orisiel. Las alas renacieron en un destello engañoso, cada pluma recobraba su brillo dorado, cada detalle pulido hasta la perfección celestial.

Era un espejismo magistral. La imagen exacta del heraldo más noble de Elyssar, pero vaciado de su esencia. Donde antes habitaba la luz inquebrantable, ahora solo quedaba el eco de su forma, como un pergamino sagrado cuyas palabras habían sido borradas para escribir nuevos designios.

Con una sonrisa que no alcanzaba los ojos - esos ojos que, si alguien se atreviera a mirar demasiado tiempo, revelaban un abismo donde antes ardía el fulgor de las estrellas - la criatura envolvió su falsa luz alrededor de su cuerpo y ascendió hacia Elyssar. Las puertas del reino celestial se abrieron para recibirlo, las mismas melodías armoniosas sonaron en su honor, los mismos senderos de luz se iluminaron a su paso.

—Orisiel, has vuelto—, le saludó Azarel, su voz estaba cargada de una confianza que ahora era un arma en contra de los celestiales. Los demás ángeles se congregaron alrededor de la criatura, sus rostros inmaculados reflejaban alegría genuina. Incluso Seraphiel, el Guardián del Equilibrio, inclinó levemente la cabeza en señal de respeto.

—Así es —respondió el impostor, y su voz era una copia perfecta, cada matiz, cada resonancia calculada para engañar hasta al oído más sensible. Su sonrisa se extendió mientras recorría con la mirada las torres de diamante líquido, los jardines cantarines, las legiones de ángeles inocentes.




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