Elyssar resplandecía en su eterna gloria, bañada por una luz que nunca menguaba. El aire, impregnado del perfume de las flores celestiales, vibraba con los coros angelicales que entonaban himnos milenarios. Todo parecía en perfecto orden, como siempre había sido, como siempre debía ser.
Pero bajo esa fachada de armonía inmutable, algo sutil comenzaba a cambiar.
Orisiel paseaba con paso mesurado por los senderos de mármol estelar de los jardines sagrados, su rostro parecía un espejo de serenidad, su voz conservaba esa cadencia melodiosa que todos reconocían. Los ángeles menores se inclinaban a su paso con sus alas destellando en señal de respeto hacia el primero de los Heraldos.
Sin embargo, las palabras que brotaban de sus labios ya no eran las de antes.
—Hermano Azarel —comenzó Orisiel, deteniéndose junto al Guardián de la Sabiduría—, en todos estos tiempos, ¿nunca te has preguntado por qué existimos?
El coro de ángeles cercano se interrumpió, creando un silencio incómodo en el aire. Azarel alzó la vista de su Libro de los Ciclos, sus cejas se arquearon en una expresión entre la curiosidad y la preocupación.
—Servimos al diseño divino —respondió, aunque su voz carecía de la firmeza habitual—. Nuestra perfección es un reflejo de Su gloria.
Orisiel hizo un gesto sutil con su mano, como si acariciara el aire. —¿Pero acaso no es curioso? Nos dotaron de intelecto, de voluntad... solo para que nunca cuestionemos. Nos hicieron perfectos, pero nos negaron el derecho a elegir nuestra perfección.
Azarel cerró el libro con un golpe seco que resonó en el jardín. —Decidimos cada día servir porque así lo deseamos.
—¿O porque es lo único que conocemos? —Orisiel inclinó ligeramente la cabeza, su sonrisa era cálida pero sus ojos... sus ojos guardaban una profundidad nueva, inquietante—. ¿Cómo puedes estar seguro de tu elección, si nunca tuviste otra opción?
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier respuesta. Azarel abrió los labios, pero las palabras murieron en su garganta. Por primera vez en su existencia eterna, una semilla de duda echó raíces en su corazón, tan pequeña como un grano de arena, pero con el peso de una montaña.
Y Orisiel, el ángel que ya no era un ángel, observó con satisfacción cómo esa chispa de incertidumbre comenzaba a arder en los ojos de su hermano. La primera fisura en la perfección de Elyssar. La primera victoria de la sombra.
Las horas siguientes se desplegaron como un lento veneno en las venas de Elyssar. Orisiel, con su máscara de luz impecable, recorrió cada rincón del reino celestial. Sus pasos lo llevaron desde las torres más altas de cristal cantante hasta los jardines más secretos donde florecían los pensamientos puros. A cada ángel que encontraba, sembraba con delicadeza de orfebre las mismas preguntas que lo quemaban antes de ser corrompido.
—Si nuestro camino ya está escrito en las estrellas—, murmuraba al oído de un coro de ángeles menores, —¿dónde reside entonces nuestro libre albedrío? —. Sus palabras caían como pétalos de una flor desconocida, hermosos pero perturbadores.
En los claustros de sabiduría, donde los eruditos celestiales estudiaban los designios del Creador, inclinaba la cabeza con fingida humildad: —Los eldorianos caen y se levantan, aprenden de sus errores... mientras que nosotros permanecemos estáticos en nuestra perfección. ¿No es acaso el error el verdadero maestro? —.
Frente a los guerreros de Malkhiel, cuyas espadas jamás se habían empañado en batalla real, sonreía con curiosidad estudiada: —Si el poder de nuestro Padre es infinito, ¿por qué necesita ejércitos? ¿De qué, o de quién, debe protegerse un dios absoluto? —.
Las reacciones variaban como los colores de un crepúsculo moribundo. Algunos ángeles apartaban la mirada, haciendo oídos sordos a preguntas que resonaban demasiado cerca de blasfemia. Otros palidecían, aunque no supieran por qué, como si algo en su esencia intocable se estremeciera ante conceptos nunca antes considerados.
Pero lo más revelador era el silencio que seguía a cada pregunta. No las respuestas airadas de la ortodoxia, ni las certezas inquebrantables de la fe. Solo un vacío de comprensión, un abismo de duda que se abría donde antes había certezas absolutas. Porque la verdad era simple y devastadora: en los milenios de su existencia perfecta, ninguno de ellos había considerado jamás estas preguntas.
Y en ese desconcierto sagrado, en esa primera grieta en el mármol pulido de sus mentes, la sombra que habitaba en Orisiel sonreía. Cada pregunta sin respuesta era un hilo más en la red que tejía alrededor de Elyssar. Cada momento de duda era un paso más hacia la caída que solo él podía ver venir.
Desde las alturas de los Jardines Celestiales, donde las flores de luz entonaban sus himnos ancestrales, Seraphiel contemplaba el panorama con una pesadez desconocida en su corazón. Sus ojos, normalmente serenos como lagos de plata, ahora reflejaban una inquietud creciente. Los murmullos llegaban hasta él - no como el armonioso coro de siempre, sino como un zumbido discordante que se filtraba entre los árboles dorados. Ángeles que habían sido columnas de fe inquebrantable ahora intercambiaban miradas cargadas de incertidumbre, sus voces susurraban preguntas que nunca antes habían formulado.
Esto no era el orden natural de Elyssar. Esto era una fractura en la perfección.
Con un batir de alas que esparció pétalos luminosos a su paso, Seraphiel descendió hasta interponerse directamente en el camino de Orisiel. Su presencia, normalmente calmada como la brisa matinal, ahora irradiaba una firmeza que hacía vibrar el aire a su alrededor.
—Detén esto — no fue una petición, sino una orden tallada en el mármol de la verdad—. ¿Qué juego es este que juegas?
Orisiel giró hacia él con una sonrisa que parecía calcada de sus días de gloria, pero que a Seraphiel le resultaba tan falsa como una estrella pintada en el cielo. —¿Juego, hermano? Solo comparto pensamientos con nuestros compañeros. ¿Acaso el diálogo no es la base de la sabiduría?