El cielo de Elyssar, otrora un lienzo de oro y armonía, se retorcía bajo el peso de la traición. Entre los escombros flotantes de las Torres de Luz Sólida, donde antes resonaban himnos de eternidad, dos figuras se enfrentaban en un duelo que trascendía el sonido. El silencio entre ellos era más elocuente que cualquier estruendo, un vacío que absorbía hasta el eco de las estrellas moribundas.
Azarel, el Guardián de la Sabiduría Eterna, ya no sostenía su sagrado Libro de los Ciclos. Sus manos, otrora delicadas como plumas de luz, ahora desgarraban los pergaminos de la realidad misma, convocando letras negras que pululaban en el aire como escorpiones famélicos. Su voz, antaño un susurro de profecías armoniosas, se había fracturado en un coro de ecos distorsionados:
—Nahemiel... ¿No anhelabas desentrañar todos los secretos? Mira lo que el Dios Absoluto te negó.
Las palabras se materializaron en cuchillas de tinta oscura, cada una afilada con mentiras seductoras: visiones de Elyssar desplomándose en llamas, del Dios Absoluto volviéndole la espalda a sus hijos, de Nahemiel erguido sobre las ruinas, coronado con los fragmentos de su propio destino.
Pero Nahemiel, el Vigía de los Caminos, no se inmutó. Sus ojos estelares —cada uno un microcosmos de galaxias en perpetua rotación— filtraron las ilusiones como arena entre los dedos. Su túnica, tejida con constelaciones vivientes, ondeó al alzar las manos, urdiendo una red de luz con los hilos del destino:
—Veo más allá de tus engaños, Azarel. Veo el hilo que ató tu corazón a la oscuridad... y cómo lo cortaré.
El aire de Elyssar se enrareció, como si el firmamento contuviera el aliento ante la abominación que Azarel había devenido. Su cuerpo, antes adornado por runas doradas de sabiduría infinita, era ahora un pergamino viviente de tinta negra y cicatrices ardientes. Cada movimiento suyo dejaba un rastro de letras retorcidas que susurraban herejías en lenguas olvidadas, palabras que hacían sangrar los oídos de la realidad.
Nahemiel sintió, por primera vez en su existencia eterna, el peso de la incertidumbre. Sus ojos, capaces de escrutar a través de los velos del tiempo, se nublaron ante la grotesca transformación de su hermano. Un escalofrío recorrió su espina dorsal luminosa cuando comprendió: aquello no era solo corrupción, sino una revelación voluntaria.
—¿Tanto deseabas conocer lo prohibido que entregaste tu esencia, Azarel? ¡Mira en lo que te has convertido! —gritó, mientras sus dedos tejían barreras de luz pura, cada fibra un verso de la creación que ahora usaba como escudo contra el amigo que ya no reconocía.
Y entonces, Azarel sonrió.
Una sonrisa que no era de triunfo, sino de lástima infinita.
—Nahemiel... pobre vigía ciego. ¿Crees que esto es transformación?
Sus manos se abrieron, y el universo entre ellos se rasgó.
—Esto es liberación.
El rostro de Azarel se distendió en una sonrisa monstruosa, su boca se desgarró como las tapas de un grimorio maldito al abrirse por su página más oscura.
—El Doppelgänger del Pecado Original— anunció con voz que ya no era suya, sino el crujir de mil plumas quemándose.
Con un movimiento grotesco, hundió sus garras en su propio costado y arrancó un jirón de su esencia corrupta, arrojándolo al suelo. La sustancia negra se alzó como una estatua de alquitrán vivo, una réplica exacta de Azarel, pero con ojos vacíos y una sonrisa tallada en su rostro como una cicatriz. Puro instinto. Pura violencia.
El clon se lanzó contra Nahemiel, ignorando la barrera de luz que le carbonizaba la piel. Cuando el resplandor celestial lo envolvió, no retrocedió: estalló en un grito compuesto por mil voces distorsionadas, un coro de agonías que hizo sangrar los oídos del Vigía. Nahemiel retrocedió, sus ojos estelares parpadearon ante el dolor, mientras gotas de luz dorada —su sangre— salpicaban el mármol estrellado bajo sus pies.
Azarel no le dio tregua.
—El Versículo de la Carne Invertida— recitó, pero las palabras no salieron en el orden correcto. Eran sílabas vomitadas, y de su boca brotaron serpientes de pergamino retorcido, sus fauces estaban abiertas como libros malditos. Cada mordisco suyo no desgarraba carne, sino el tejido mismo del espíritu, dejando jirones de oscuridad en las esencias de sus víctimas.
Nahemiel esquivó con la gracia de un cometa, pero una de las bestias de papel le arrancó un trozo de su túnica estelar. El vacío que dejó al descubierto su brazo comenzó a pudrirse al instante, su piel dorada se ennegreció como tinta derramada sobre un manuscrito sagrado.
—El Manto de las Páginas Malditas— rugió Azarel, y lo que quedaba de su Libro de los Ciclos se desplegó en el aire. Ya no eran páginas, sino piel seca de ángeles caídos, pergaminos vivientes que se convirtieron en espectros. Susurraban, gritaban, escupían los peores momentos de Nahemiel directamente en su mente:
—Recuerda cuando no viste la caída de Orisiel... cuando fallaste. —El Dios Absoluto te abandonará como a todos.
Nahemiel, acorralado, recurrió a lo último que le quedaba.
—El Ojo del Juicio Final—.
Su tercer ojo —el que veía más allá del tiempo— se abrió por completo, quemando los espectros con un rayo de luz pura. Pero el esfuerzo le costó: su piel alrededor de la cuenca se agrietó, y lágrimas doradas espesas como mercurio brotaron, cayendo al vacío entre los fragmentos flotantes de Elyssar.
—El Camino de los Justos— intentó invocar después, trazando un sendero de estrellas fugaces para escapar. Pero el clon de Azarel, reducido a mitad de su cuerpo por la barrera de luz, se arrastró hacia él y le clavó una daga de tinta negra en el costado.
Nahemiel cayó de rodillas. La oscuridad se expandía por sus venas como letras de un poema maldito.
Azarel se rio produciendo un sonido que no era risa, sino el crujido de un libro ardiendo.
—¿Lo ves ahora, Nahemiel? La sabiduría sin límites solo conduce al dolor... y tú siempre quisiste saberlo todo.