El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XXI: Erevan vs. Uriel – La Danza de la Llama y la Plaga

El aire de Elyssar, otrora perfumado con el aroma de flores eternas, ahora apestaba a carne celestial quemada y néctar divino podrido. Mientras Azarel sometía a Nahemiel entre los escombros flotantes de las Torres de Luz Sólida, a pocos metros de distancia, Uriel y Erevan libraban su propio duelo, transformando el firmamento en un infierno de contrastes desgarradores.

Uriel, la Voz del Fuego Divino, elevó sus brazos como un profeta de la conflagración. El aire mismo estalló en llamas blancas, tan puras que hacían llorar a los ojos que osaban mirarlas. Estas no eran simples llamaradas, sino juicios encarnados, cada una capaz de purgar la oscuridad de un mundo entero. Su voz retumbó con la autoridad de quien había enseñado a las primeras estrellas cómo arder:

—Erevan... ¡Tus manos fueron forjadas para sanar, no para esta blasfemia abominable!

El fuego divino se arremolinó alrededor de Erevan, pero el Portador de la Gracia Caído apenas sonrió con una expresión de dulzura tan antinatural que hizo que el mismo aire se escarchara a su alrededor. Su báculo de sanación, que otrora brillaba con la cálida luz del alba, se había transformado en una vara nudosa de huesos retorcidos, que rezumaba un líquido violeta viscoso. Cada gota que caía perforaba la realidad como ácido, creciendo pequeños agujeros negros que gemían con voces de agonía.

—¿Sanar? —respondió Erevan con una risa que sonaba a cristales rompiéndose— ¿Como cuando curé a los que tu amado Dios Absoluto abandonó a su suerte? ¡La única medicina verdadera es la que purga con dolor, Uriel! ¡La que obliga a ver la verdad!

Con un movimiento brusco, Erevan clavó su báculo perverso en el suelo flotante de Elyssar. El líquido violeta se expandió como una mancha de sangre en agua, formando tentáculos que se alzaron hacia Uriel. Cuando las llamas blancas chocaron con la sustancia corrupta, en lugar de purificarla, comenzaron a ennegrecerse, transformándose en serpientes de humo que se volvieron contra su creador.

Uriel gritó cuando su propio fuego, ahora pervertido, se enroscó alrededor de sus brazos. Las llamas que nunca antes le habían hecho daño ahora le mordían la carne, dejando heridas que no sangraban luz, sino una sustancia oscura y espesa. Por primera vez desde su creación, el Señor del Fuego Divino conoció el dolor de las quemaduras.

Erevan observó con ojos brillantes de satisfacción retorcida mientras avanzaba, sus pies descalzos dejaban huellas humeantes en el mármol estelar.

—Mírate, Uriel... —susurró con falsa compasión— ¿No es irónico? El fuego que dominaste durante siglos, ahora te devora. Quizás deberías preguntarte... ¿fue alguna vez realmente tuyo?

El cielo entre ellos se curvó como pergamino al fuego, y la batalla continuó, cada heraldo transformaba el campo de batalla en un reflejo de su propia corrupción o pureza.

Uriel alzó los brazos, y de sus palmas brotó un muro de llamas solares, tan abrasadoras que las nubes se derritieron en su ascenso convertidas en cristales hirvientes que llovieron como lágrimas del cielo. El aire vibró con el crepitar de la combustión divina, purificando todo a su paso.

Pero Erevan no retrocedió. Con una sonrisa que no llegaba a sus ojos vacíos, abrió la boca y vomitó un río de moscas negras, cada una cargaba en sus alas membranosas rastros de oscuridad. Las llamas de Uriel las carbonizaban al instante, reduciéndolas a cenizas que olían a pergaminos quemados, pero por cada mil que morían, una lograba clavarle su aguijón, inyectándole visiones corruptas: Elyssar en ruinas, sus torres de luz derrumbadas, los coros celestiales convertidos en gritos.

Sin darle tregua, Erevan clavó su báculo en el aire, y este gritó. No fue un sonido, sino una herida abierta en la realidad misma, de la que brotó una niebla púrpura que hacía más que nublar la vista:

  • La luz se pudrió. Las llamas de Uriel se convirtieron en un líquido amarillo y espeso que goteaba al suelo con un hedor a carne descompuesta.

  • Los espectros surgieron. Fantasmas de él mismo, retorciéndose en llamas eternas, se aferraron a sus piernas con dedos de humo, susurrando en coro: "¿Por qué no nos salvaste cuando la sombra vino por nosotros?"

Uriel rugió, no de dolor, sino de furia sagrada. Con un gesto brutal, se desprendió de su propia piel, dejando atrás una carcasa de carne ilusoria a la que los espectros se aferraban como larvas. Su nueva forma era un núcleo de fuego nuclear, tan brillante que los ojos de Erevan sangraron al instante, obligándolo a cubrirse el rostro.

—¡No puedes corromper lo que ya está purificado! — La voz de Uriel ya no era un sonido, sino una onda expansiva que hacía temblar los cimientos del campo de batalla.

Erevan, acorralado por la luz, hizo entonces lo impensable: hundió su propio báculo en el pecho. La sangre que brotó no era roja, ni siquiera líquida, sino una sustancia negra y espesa que bullía con rostros distorsionados: la esencia de todos aquellos a los que había sanado y luego traicionado.

—¿Quieres ver verdadero dolor, Uriel? ¡Toma! —

El charco de sangre se elevó como un tsunami viviente y engulló a Uriel, no para quemarlo, sino para mostrarle, en una sucesión de imágenes desgarradoras:

  • Los ángeles menores que Erevan había curado, ahora estaban deformados, sus alas rotas y sus bocas cosidas, señalándolo con dedos acusadores.

  • El momento exacto en que el Dios Absoluto observó la caída de Orisiel... y no intervino.

Uriel gritó, no por el fuego que alguna vez dominó, sino porque, en el fondo de aquella mentira, había una pizca de verdad.

Mientras el ángel luchaba dentro del capullo de sangre negra, Erevan, debilitado pero triunfante, se acercó arrastrando los pies. En su mano, el báculo ahora destilaba un veneno oscuro, listo para inyectarle la duda definitiva, la que lo convertiría en un siervo de la sombra.




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