El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XXII: Malkhiel vs. Ishmir

El cielo de Elyssar, desgarrado por los combates de Uriel y Azarel, temblaba bajo el peso de un nuevo enfrentamiento. Las grietas en la realidad se extendían como venas en mármol roto, filtrando destellos de un vacío que nunca debió ser visto.

Malkhiel, Comandante de las Huestes Celestiales, avanzaba con la implacabilidad de una estrella colapsando. Su espada, forjada en el corazón de supernovas, brillaba con la memoria de mil batallas, cada destello un eco de victorias pasadas. Las pisadas de sus botas resonaban como tambores de guerra, marcando el ritmo de una sentencia inapelable.

Frente a él, Ishmir se erguía con dificultad. El que una vez fuera Señor de los Vientos Celestiales ahora apenas sostenía su forma destrozada. Sus alas, otrora cuatro velos de luz translúcida que surcaban las corrientes del firmamento, yacían mutiladas, deshilachadas como banderas en un campo de batalla abandonado. Su respiración, antes una melodía que sincronizaba el vuelo de las constelaciones, era ahora un silbido áspero, como el último suspiro de una tempestad moribunda.

Malkhiel detuvo su avance a tres pasos de distancia. La luz de su espada iluminó el rostro de Ishmir, revelando los ojos que habían perdido su color de cielo crepuscular para convertirse en pozos de oscuridad vibrante, como agujeros negros diminutos que devoraban su propia esencia.

—Ishmir— pronunció Malkhiel, y su voz fue el sonido de montañas chocando bajo el peso de una verdad dolorosa—, incluso ahora, puedo ver el ángel que fuiste. Pero el viento que una vez guiaste... ahora te rechaza.

Ishmir sonrió, una mueca torcida que dejó escapar un hilo de sangre negra y espesa. Al caer, el líquido corrompido se evaporó antes de tocar el suelo, como si el mismo Elyssar se negara a aceptarlo.

—El viento no elige lados, Malkhiel— respondió, y su voz ya no tenía la cadencia de brisa marina, sino el chirrido de hierros retorcidos—. Solo sopla... como yo.

En ese instante, lo que quedaba de sus alas se agitó violentamente. No para volar, sino para convocar.

Y se lanzó al ataque.

Malkhiel no esquivó. No necesitaba hacerlo.

Cuando Ishmir se abalanzó, sus garras ya no eran de aire puro, sino de viento envenenado, filamentos de tormenta cargados con el resentimiento de cielos olvidados. Pero el Comandante de las Huestes Celestiales no retrocedió. Con un giro medido, su espada describió un arco perfecto en el aire, tan preciso como el destino mismo, y cercenó una de las alas restantes de Ishmir.

El grito de Ishmir no encontró eco. El viento, aquel que antaño le había obedecido, ahora lo abandonó, arrastrando su dolor hacia el vacío entre los mundos.

Sangrando luz turbia —un líquido plateado mezclado con vetas de sombra—, Ishmir alzó las manos convulsionadas. A su llamado acudió un tifón de almas gimientes, restos de ángeles caídos cuyos rostros se deformaban en siluetas de agonía. Sus aullidos eran el sonido de Elyssar desmoronándose, una sinfonía de traición y pérdida.

Malkhiel no se inmutó. Cruzó los brazos sobre su pecho, su armadura brillaba con runas de incontables batallas, y permitió que la tormenta lo golpeara. Las almas se estrellaron contra él, solo para desvanecerse al contacto, como niebla bajo el sol del mediodía. No había duda en su corazón, ni grieta en su fe.

—¿Eso es todo? — preguntó Malkhiel, avanzando de nuevo. Su voz no alzaba el tono, pero cada palabra pesaba como un yunque sobre el alma de Ishmir.

El siguiente movimiento de Malkhiel no fue un ataque de ira, sino la ejecución de un veredicto. Su espada cortó el aire con la frialdad de un verdugo divino, y cada golpe no solo dañó la carne de Ishmir, sino que erosionó su esencia misma.

  • Un tajo en el hombro le arrebató el recuerdo de su propia risa, aquella que alguna vez había hecho danzar a las brisas.

  • Un corte en el costado borró la memoria de su primer vuelo, cuando las estrellas le habían susurrado su nombre.

Ishmir cayó de rodillas, luego se arrastró, sus dedos arañaron el mármol sagrado de Elyssar como si pudiera aferrarse a una realidad que ya no lo reconocía.

—¡No... no puedes vencerme! — jadeó, escupiendo luz corrupta. —¡La oscuridad me hizo más fuerte! —

Malkhiel lo miró entonces, y en sus ojos no había ira, ni siquiera desprecio. Solo decepción, un pesar tan profundo que heló la sangre de Ishmir más que cualquier herida.

—Mentira— dijo, con la calma de quien conoce el final antes de que llegue. —Solo te hizo más débil... porque ahora tienes miedo de perder.

Y en ese instante, mientras la espada de Malkhiel se alzaba para el golpe final, Ishmir entendió que ya no había viento que lo salvara.

La espada de Malkhiel se detuvo.

No por debilidad, sino por elección. La punta de su hoja, bañada en la luz de mil batallas, se posó sobre el pecho de Ishmir con la precisión de un cirujano celestial. Penetró apenas lo suficiente para liberar un último hilo de esencia pura - un destello plateado que emergió como lágrima de luz, nadando brevemente en el mar de oscuridad que ahora definía al caído Señor de los Vientos.

—No te concederé el martirio que anhelas—, declaró Malkhiel, retirando su arma con un movimiento que fluía como verso en un poema de guerra. —Ni la muerte expiatoria que crees merecer. Vivirás para recordar cada instante de tu traición... y contemplarás cómo Elyssar florece sin ti—.

El pomo de su espada descendió con calculada perfección, impactando la frente de Ishmir con la exactitud de quien había estudiado cada límite entre la conciencia y el olvido. No había crueldad en el acto, solo la implacable eficiencia de un guerrero que conocía el valor del sufrimiento como maestro.

Ishmir cayó como árbol sagrado derribado, sus ojos - pozos negros que aún reflejaban jirones del cielo fracturado – se cerraron sobre una visión de Elyssar desgarrado. Su respiración, antes silbido de tempestad enferma, se aplacó en un ritmo lento y profundo. Cuerpo inmóvil. Alma prisionera en su propia corrupción.




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