El aire en Elyssar se desgarraba como un velo sagrado ante cada colisión de sus armas. Zadkiel, el Guardián de los Umbrales, avanzaba con la solemnidad de un continente desplazándose: inevitable, imperturbable. Su escudo —una lágrima de luz solidificada, forjada en el corazón de estrellas recién nacidas— no solo detenía los ataques de Thariel; los devoraba, transformando cada golpe en constelaciones efímeras que nacían y morían entre sus manos. Pero algo crujía en la perfección de Elyssar. Por primera vez desde la Creación, el borde dorado del escudo mostraba fisuras delicadas como hilos de telaraña, grietas que seguían el ritmo de las mentiras que Thariel le arrojaba al alma con cada embestida.
—¿Cuántos ángeles salvaste, Zadkiel? ¿Cuántos cayeron porque tu escudo fue tan lento como tu fe? —La voz de Thariel ya no era el veredicto que resonaba en los Salones del Juicio, sino el susurro de un viento venenoso.
Thariel, el otrora Portador del Juicio, combatía con la precisión de un cirujano que conoce cada órgano de su víctima. Su lanza —ahora una serpiente de energía violácea, se retorcía como un versículo maldito— no buscaba la muerte, sino la transformación. Cada estocada perforaba la realidad, dejando cicatrices de humo negro que olían a bibliotecas incendiadas, a sabiduría convertida en ceniza. Donde antes había geometría divina, ahora había caos metódico: atacaba los puntos ciegos que solo él conocía, porque había entrenado junto a Zadkiel cuando las estrellas aún aprendían a brillar.
El escudo de Zadkiel giró con la elegancia de un planeta en su eje, desviando el golpe dirigido a su garganta. El impacto resonó como una campana agónica, su sonido vibró en los huesos del universo. Por un instante, la superficie pulida del metal reflejó un eco: ambos heraldos, en los albores del tiempo, espalda contra espalda en los Campos de Acero, sus siluetas estaban recortadas contra un mar de sombras que amenazaba con devorar la creación. La luz de sus armas era un recordatorio de lo que debió ser y no fue.
—¿Recuerdas, hermano? —La sonrisa de Thariel destelló como el filo de un cuchillo bajo la luz gangrenosa de su lanza—. Fuimos creados para pelear juntos, pero tu creador quiso vernos en contra. Yo confiaba en tu escudo. ¿Y ahora...?
Su arma se retorció, convirtiéndose en un látigo de oscuridad líquida que esquivó la defensa de Zadkiel y se clavó en su brazo. La herida no supuró luz dorada, sino ausencia: un silencio voraz que devoraba hasta el eco de sus propios pasos.
Zadkiel contraatacó. Su escudo se alzó como un amanecer forjado en ira, y de su núcleo brotó una espada tejida con pura convicción. El arma atravesó el hombro de Thariel, pero en lugar del destello dorado de la esencia divina, lo que brotó fue... risa.
—¡Ja! ¿Acaso crees que esto duele? —Thariel se empaló voluntariamente, acercándose hasta que su aliento, cargado con el hedor a pergaminos quemados, empañó la vista de Zadkiel—. He visto lo que se esconde tras el Trono, Zadkiel. He visto al Dios Absoluto contemplar nuestra caída con los brazos cruzados. ¿Dónde estaba tu escudo cuando Orisiel se perdió? ¿Dónde estabas tú?
Por un latido de estrella, la espada de Zadkiel vaciló.
Fue suficiente. La lanza de Thariel se fracturó en tres puntas, cada una impregnada de un recuerdo envenenado:
Orisiel, sus alas doradas marchitándose en el vacío, mientras el Creador guardaba un silencio cómplice.
Los híbridos de Eldoria, sus cuerpos destrozados bajo alas que alguna vez prometieron protección.
El futuro: Zadkiel, solo, su escudo hecho añicos, defendiendo las ruinas humeantes de Elyssar.
Zadkiel retrocedió. Su escudo se alzó, pero por primera vez en milenios, falló. Una de las puntas lo traspasó por el costado, inyectándole una visión que lo paralizó: él mismo, en un pasado olvidado, abriendo las puertas de los Archivos Prohibidos a Thariel. ¿Fui yo el que lo condujo a esta locura?
Los dos heraldos se separaron, el aire entre ellos cargado de ecos de batalla. El sonido de su respiración entrecortada era el único ritmo en un mundo que parecía contener el aliento.
Zadkiel, arrodillado en el mármol estrellado de Elyssar, aferraba su escudo con una mano mientras la otra presionaba la herida en su costado. La luz que emanaba de su esencia —antes brillante como el núcleo de un sol— palpitaba ahora con la debilidad de una estrella a punto de colapsar. Cada latido de su ser era un destello menos intenso, como si la oscuridad que lo había herido se filtrara en su interior, gota a gota.
Thariel, en pie pero tambaleándose como un árbol cuyas raíces habían sido cortadas, levantó su lanza hacia el cielo. Las grietas en la bóveda celestial respondieron, abriéndose como heridas frescas. De ellas brotó un líquido espeso y negro, una sustancia que no era sangre ni sombra, sino algo más antiguo. Goteó sobre el arma, y la lanza vibró con un hambre insaciable, crepitando como pergaminos al quemarse.
—Esto no ha terminado —rugió Thariel, su voz era un eco de tormentas lejanas—. Pero ahora lo sabes, ¿verdad? Ni siquiera tú, Guardián de los Umbrales, puedes protegerlos de su propio Dios.
En la distancia, el Primer Pilar de Elyssar —"Nada nace sin propósito"— comenzó a inclinarse con una lentitud aterradora. Su luz blanca, antes pura como el alba de la creación, se teñía de un gris enfermizo.
El aire en Elyssar temblaba, partido en dos por el choque de titanes. Cada golpe resonaba como el colapso de una estrella, cada esquive trazaba destellos de luz y sombra que se entrelazaban en el vacío.
Zadkiel, el Guardián de los Umbrales, avanzó con la determinación de una montaña que se niega a ser erosionada. Su escudo, ahora marcado por grietas luminosas, brillaba con la tenacidad de un sol en su ocaso. Thariel, el Portador del Juicio Caído, respondía con la ferocidad de una bestia acorralada, su lanza violácea serpenteaba como un rayo maldito.