Orisiel avanzaba con pasos que hendían el suelo de Elyssar como heridas en la carne de un dios. A su alrededor, la Ciudad Eterna ardía, su esplendor estaba reducido a escombros flotantes que giraban lentamente en el vacío, como planetas sin órbita. Las nubes, antes tejidas con hilos de luz, ahora se ennegrecían, ahogadas por las sombras que su mera presencia exhalaba.
Los templos se desplomaban en silencio, sus cúpulas de diamante estallaban en fragmentos que cortaban el aire como lágrimas congeladas. Los puentes sagrados, aquellos que unían las torres con geometría perfecta, se quebraban uno a uno, sus arcos caían al abismo en cámara lenta. Y por encima de todo, los gritos de los ángeles resonaban—no con dolor, sino con incredulidad. Era el sonido de lo eterno aprendiendo a morir.
Una guerra divina. Un caos que desgarraba los cimientos del cosmos.
Pero Orisiel no veía el fuego, ni las ruinas, ni el horror en los ojos de sus antiguos hermanos. Solo un objetivo: el Templo del Dios Absoluto. Allí, en la cúspide del firmamento, donde el tiempo mismo se arrodillaba, estaba el Trono que no era trono. El lugar desde donde todo había sido ordenado, donde cada destino había sido escrito sin margen para la duda.
Y ahora, él estaba cerca.
Había derrotado a Malkhiel—no sin esfuerzo, no sin cicatrices—. El Comandante de las Huestes Celestiales yacía ahora entre los escombros, su armadura hecha añicos, su espada rota en dos. Pero no había triunfo en ese recuerdo, solo la certeza de que el último obstáculo había caído.
Con cada paso, la corrupción se extendía bajo sus pies. Vetas negras serpenteaban por el mármol sagrado, como raíces de una oscuridad hambrienta, devorando la pureza de la creación. Los ángeles que intentaban cerrarle el camino—valientes, desesperados—caían ante él sin gloria, sus alas arrancadas, sus luces apagadas. Hojas arrastradas por el viento de una tormenta que no perdonaba.
Nada se interponía. Nada lo detenía.
Hasta que, de repente, él reapareció.
Frente a las escaleras doradas que ascendían hacia el Templo del Dios Absoluto, una sola silueta se recortaba contra el resplandor agonizante de Elyssar. No había ejércitos tras él, ni aliados que compartieran su última defensa. Solo Malkhiel, erguido como el último bastión entre la corrupción y el corazón mismo de la creación.
Su armadura, otrora impecable, mostraba ahora las cicatrices de una guerra eterna - hendiduras profundas que revelaban la luz palpitante bajo el metal celestial. Sus alas, aquellas que habían surcado los cielos primigenios, colgaban destrozadas a su espalda, sus plumas doradas manchadas de éter oscurecido. La fatiga pesaba en sus miembros, en el temblor apenas perceptible de sus manos, en la sombra que oscurecía sus ojos de llama azul. Pero en su núcleo, aquel fuego primordial que lo había sostenido desde el Alba de los Tiempos, ardía con una intensidad que desafiaba la oscuridad circundante.
Orisiel se detuvo a tres pasos de distancia, y una sonrisa se dibujó en sus labios - no de camaradería, sino de cruel fascinación. —Malkhiel... sigues en pie—, murmuró con su voz cargada de una mezcla de asombro y burla. Las palabras resonaron como un eco profanador en el espacio sagrado entre ellos.
La respuesta fue el chasquido metálico de una empuñadura siendo ajustada. Malkhiel alzó su espada, y la hoja de luz primordial - forjada cuando las primeras estrellas aún eran recién nacidas - estalló en un canto que hizo temblar los escalones sagrados. Sus alas, aunque heridas, se desplegaron en un último gesto de majestad, bañando el umbral en un resplandor que parecía decir: aquí termina tu avance.
—No daré un paso atrás—.
La declaración no fue un grito de batalla, sino una simple verdad, tan inmutable como las leyes que gobernaban el cosmos. No había temor en sus ojos, ni duda en su postura. Solo la certeza absoluta de quien ha visto el rostro de la eternidad y ha elegido su lugar en ella.
Orisiel suspiró, un sonido casi teatral que se mezcló con el crepitar de los incendios distantes. —Eres un necio—, dijo, moviendo la cabeza con falsa compasión. —¿Acaso no ves que la luz se apaga? Tu Dios te ha dejado solo—.
El silencio de Malkhiel fue más elocuente que cualquier réplica. No necesitaba palabras para refutar la mentira - cada cicatriz en su cuerpo, cada jirón de su armadura, cada gota de éter dorado que aún fluía por sus venas era testimonio de una fe que no requería explicaciones. Sabía, en lo más profundo de su ser, que la luz no se extinguía porque un ángel cayera, ni porque un templo se derrumbara. La verdadera oscuridad no estaba fuera, sino en el corazón que elegía rendirse.
—Si debo caer—, susurró finalmente, ajustando su agarre en la espada hasta hacer sangrar sus propias palmas, —que sea luchando—.
Por un instante fugaz, algo se quebró en la máscara de desdén de Orisiel. Inclinó la cabeza, casi como en otro tiempo lo habría hecho ante un hermano digno de respeto. Pero el gesto duró menos que un parpadeo, reemplazado pronto por una sonrisa que mostró demasiados dientes, demasiado afilados.
—Entonces te mataré—.
Y como si esas palabras fueran la señal que el universo esperaba, las sombras a los pies de Orisiel se alzaron como una marea negra, preparándose para engullir el último faro de luz que se interponía entre él y el trono de la creación.
El tiempo pareció detenerse en el espacio entre un latido y otro antes de que se lanzaran el uno contra el otro. Cuando finalmente se movieron, su velocidad trascendió los límites de la percepción divina - no eran ángeles luchando, sino conceptos encarnados chocando: orden contra caos, lealtad contra rebelión, luz contra oscuridad.
Cuando la espada de Malkhiel encontró la lanza de Orisiel, el universo contuvo el aliento. El impacto creó una explosión de energía pura que desintegró instantáneamente las ruinas flotantes que los rodeaban, reduciendo mármol sagrado y columnas celestiales a polvo cósmico. Las nubes de éter se partieron en dos, revelando por un instante el vacío estrellado más allá, mientras chispas de energía dorada y negra llovían alrededor como fragmentos de realidad destrozada.