El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XXVI: El Surgimiento de Nýxvaros

El momento final llegaba como una sentencia cósmica. Orisiel descendía sobre Malkhiel convertido en un meteoro de oscuridad, su lanza negra - que había desechado las garras iniciales al comprender la gravedad del desafío - envuelta en llamas que devoraban la luz misma. Las llamaradas sombrías dejaban estelas de vacío a su paso, como si la realidad se deshilachara ante su avance.

Malkhiel, con un pie apoyado en el borde destruido de las escalinatas celestiales, sentía cómo su cuerpo destrozado amenazaba con ceder. Su armadura no era más que fragmentos colgando de hombros ensangrentados, su ala derecha completamente inútil, estaba doblada contra su espalda en ángulo grotesco. Pero sus ojos - esos ojos que habían contemplado el nacimiento de constelaciones - mantenían una firmeza que trascendía el dolor. No era valentía. No era terquedad. Era la simple e inquebrantable verdad de un ser que había elegido su lugar en el universo y no retrocedería, aunque el cosmos entero se desmoronara.

Las sombras rugían como bestias primordiales, celebrando su victoria anticipada. Elyssar, la ciudad eterna, se inclinaba bajo el peso de la corrupción, sus torres más altas se desvanecían en humo negro. El triunfo de Orisiel parecía escrito en el tejido mismo del destino.

Hasta que el silencio lo conquistó todo.

Un destello - no de luz, sino de algo más fundamental, más puro - desgarró los cielos en dos. No fue un rayo ni un relámpago, sino la voz del Creador hecha forma visible, una explosión de realidad incontaminada que perforó las nubes de oscuridad como si fueran ilusión. El fulgor bañó las ruinas de Elyssar, y donde tocaba, la corrupción se desvanecía como pesadillas al amanecer.

Orisiel se detuvo en mitad del aire, su lanza negra vibraba violentamente como si intentara escapar de sus manos. Por primera vez desde que había abrazado la sombra, desde que había renunciado a su lugar entre los elegidos, algo helado y pesado se arraigó en su pecho.

No era dolor. No era ira. Era algo mucho más terrible, algo que creía haber trascendido: el temor auténtico, primigenio, del niño que ve la tormenta aproximarse y comprende, por primera vez, su propia fragilidad.

La luz lo envolvió entonces, y en ese instante infinito entre el relámpago y el trueno, Orisiel - el ángel caído, el heraldo rebelde, el destructor de Elyssar - volvió a ser, por un fugaz e insoportable momento, simplemente él mismo. Y supo, con certeza absoluta, que ningún poder obtenido, ninguna verdad revelada, lo había preparado para lo que venía.

Desde las alturas inefables donde moraba el principio y el fin de todas las cosas, una voz reverberó a través de las ruinas humeantes de Elyssar. No era el estruendo de la ira divina, sino la calma terrible de una justicia que había contemplado mil eras pasar antes de pronunciar sentencia.

—Basta—. La palabra sacudió los cimientos de la realidad. —Habéis demostrado vuestra lealtad no con gritos de guerra, sino con sangre derramada. No con juramentos, sino con huesos rotos y alas destrozadas. Y aunque intentaron sembrar en vosotros el odio hacia mí, vuestros corazones permanecieron puros—.

Un silencio sagrado cayó sobre el campo de batalla. Luego, como el amanecer que rompe tras la noche más oscura, una luz dorada descendió de los cielos. No era el resplandor cegador que Orisiel había rechazado, sino una luminosidad cálida que acarició los rostros de los ángeles caídos, buscando en ellos la chispa de fe que aún pudiera quedar.

El poder del Absoluto fluyó como un río de creación pura. Las heridas de Malkhiel se cerraron no como cicatrices, sino como si el daño nunca hubiera existido. Su espada, que yacía rota a sus pies, se reconstituyó átomo a átomo, su filo ahora brillaba con runas que no habían sido grabadas, sino reveladas. Los ángeles que momentos antes se arrastraban entre los escombros, se levantaron con una dignidad renovada, sus alas se desplegaron como estandartes de un ejército que había nacido de nuevo en el fuego de la adversidad.

Malkhiel sintió la transformación en lo más profundo de su ser. No era solo fuerza lo que fluía por sus venas, sino comprensión - la terrible y gloriosa potestad de juzgar y ejecutar. El Dios Absoluto le había entregado no un arma, sino una elección: el destino de Orisiel y sus seguidores ahora descansaba en sus manos. No como venganza, sino como misericordia armada.

Su primera respiración con este nuevo poder llenó sus pulmones de propósito. Su primer aleteo creó una onda expansiva que hizo temblar los restos de Elyssar. Cuando alzó la vista hacia Orisiel, suspendido en el aire con su lanza aún humeante, no hubo palabras de desafío, ni gritos de guerra. Solo la certeza silenciosa de quien ha sido investido con la autoridad del mismo tejido de la existencia.

Y entonces, con un batir de alas que dejó atrás el concepto mismo de velocidad, Malkhiel se lanzó al aire. No como el guerrero herido que había sido momentos antes, sino como la encarnación viviente del juicio divino - no para destruir, sino para reclamar lo que se había perdido. El viento cantó entre las nuevas plumas de sus alas, y por primera vez desde el inicio de la guerra, las sombras retrocedieron, no por miedo, sino por el reconocimiento instintivo de que el equilibrio se restablecía.

El choque entre ambos desgarró el firmamento de Elyssar. Donde antes la oscuridad se alzaba victoriosa, ahora la luz contraatacaba con la furia de un sol renacido. Los ángeles caídos, cuyas alas habían sido tejidas con jactancia y soberbia, vieron cómo su invencibilidad se resquebrajaba como cristal bajo el martillo divino. Uno a uno, cayeron: primero como estatuas de obsidiana agrietándose al sol, luego como astros extinguidos, arrastrando consigo el eco de sus blasfemias.

Orisiel, el otrora heraldo de alas doradas, sintió el peso de su derrota por primera vez. Cada embate de Malkhiel no era solo un golpe, sino una sentencia tallada en fuego primordial. La lanza de Orisiel, forjada en la arrogancia de su nueva naturaleza oscura, se estrellaba contra una voluntad inquebrantable. Cuando intentó un último ataque, desesperado, Malkhiel se movió como el pensamiento mismo de Dios: inevitable, perfecto. La espada celestial cortó el aire y después la coraza de Orisiel, liberando un torrente de energía negra que gritó como un millar de almas condenadas.




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