El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XXVII: El Reino de los Condenados

Cuando la sentencia de Malkhiel resonó en los confines de la creación y el Creador la selló con su voluntad última, el universo mismo gimió bajo el peso de la condena. El suelo sagrado de Elyssar se hendió con un estruendo que hizo temblar los cimientos de las dos realidades, abriendo una grieta que no llevaba al subsuelo, sino al vacío primordial anterior a la existencia misma. De sus profundidades emergió un viento que no era aire, sino el aliento helado del olvido, cargado de sombras que se retorcían con una inteligencia perversa, como si fueran fragmentos de una conciencia antigua y hambrienta.

Por un instante que duró una eternidad, la luz sagrada de los cielos palideció. Las estrellas parpadearon como ojos que se cierran ante una visión terrible. En el abismo entre mundos, una nueva realidad tomó forma: Nýxvaros, un reflejo distorsionado de la creación, visible, pero no accesible desde Eldoria como un espejismo oscuro tras un velo impenetrable. Donde antes había puentes de luz entre reinos, ahora solo existía una barrera absoluta, sellada con la ira de lo divino.

Los ángeles caídos lucharon contra su destino con la furia de la desesperación. Algunos clavaron sus garras en los bordes de la grieta con sus alas rotas batiéndose contra corrientes de energía pura. Otros se aferraron unos a otros, formando cadenas de rebeldía que se extendían sobre el abismo. Pero el decreto divino era implacable. Uno a uno, sus dedos se desprendieron del borde de la realidad conocida, sus cuerpos eran arrastrados hacia las profundidades como hojas en un torbellino.

—¡Misericordia! — gritó uno con sus manos extendidas hacia Malkhiel en un último gesto de súplica. —¡Te maldigo por toda la eternidad! — rugió otro, mientras su esencia se desintegraba en espirales de oscuridad. Las promesas de venganza se mezclaron con blasfemias que hicieron sangrar los oídos de los ángeles que presenciaban la escena. Pero ninguna palabra, ningún acto de desafío pudo alterar su caída.

El último en desaparecer fue Orisiel. Por un instante, su silueta se recortó contra el torbellino de sombras, sus ojos - ahora pozos de negrura infinita - encontrando los de Malkhiel. No hubo súplicas en su mirada, solo un entendimiento terrible: esto no era el final, sino el primer movimiento de una partida mucho más grande.

Cuando el último eco de sus gritos se extinguió, la grieta se cerró con un sonido que no fue un portazo, sino un suspiro del universo. En Elyssar, las heridas de la batalla comenzaron a sanar. Pero en los corazones de los que presenciaron el exilio, una pregunta quedó flotando en el aire como el humo después de un incendio: ¿qué había caído realmente al abismo... y qué había quedado atrás, esperando su momento?

Nýxvaros respiraba como una bestia viva, un reino maldito que palpita al ritmo del sufrimiento de sus habitantes. No era simplemente una prisión de muros y cadenas, sino un espejo grotesco de las almas que ahora lo poblaban. Los cielos, eternamente velados por nubes de hollín divino, nunca conocerían el paso del sol ni el brillo de las estrellas. El aire, espeso y venenoso, quemaba los pulmones con cada inhalación, cargado de las cenizas de mil rebeliones fallidas.

El paisaje era una pesadilla arquitectónica: torres de piedra negra emergían del suelo como huesos rotos de un gigante cósmico, formando los restos de una ciudad que jamás fue construida, sino soñada por la angustia misma. Ríos de fuego líquido serpenteaban entre ellas, ardiendo con llamas que no daban luz ni calor, solo una agonía interminable que no consumía las orillas porque en Nýxvaros, hasta el dolor era inmortal.

En el corazón de este infierno, un trono de obsidiana vomitaba llamas negras que lamian el aire sin emitir calor. Su diseño perfecto - con grabados que narraban cada caída angelical - esperaba solo a un ocupante. El trono sabía su nombre antes incluso de que su sombra lo rozara: Orisiel.

Cuando el antiguo heraldo se estrelló contra el suelo de este reino maldito, el castigo divino comenzó su obra. Su armadura dorada, que alguna vez brilló con la luz de las estrellas primigenias, se desintegró como polvo estelar, revelando una coraza oscura que creció de su propia carne, endurecida y áspera como escoria cósmica. Sus alas, que antes desplegaban constelaciones vivas, se convirtieron en membrana rasgadas que colgaban de su espalda como estandartes de derrota. La lanza sagrada que había blandido con orgullo se disolvió entre sus dedos, dejando sus manos vacías de armas, pero llenas del peso de su traición.

Los ángeles caídos se congregaron alrededor suyo, sus ojos (ahora fosforescentes en la penumbra) buscaban dirección, anhelando un nuevo propósito en su exilio. Pero Orisiel no les dio órdenes. No pronunció discursos. Con movimientos lentos, como si cada articulación protestara contra la realidad misma, se arrodilló ante el trono maldito.

Al contemplar sus manos deformadas - que alguna vez habían bendecido mundos y ahora solo podían maldecir - sintió la ausencia más dolorosa: el silencio del Creador. No era el silencio de la ira, ni el del castigo, sino el vacío absoluto de una conexión rota para siempre. En ese instante, comprendió con claridad brutal la magnitud de su error.

No habría perdón. No existía camino de regreso. La luz que había dado forma a su ser ahora le estaba vedada, como un sol que se apaga para siempre tras el horizonte. El poder del Absoluto ya no fluiría por sus venas. Y la voz que alguna vez había guiado sus pasos jamás volvería a hablarle.

Orisiel, el ángel que había brillado más que todos incluso más que Malkhiel, el estratega cuyas tácticas habrían forjado victorias incontables, ahora era solo un señor sin reino, un general sin ejército, una antorcha apagada rodeada de chispas moribundas.

Y entonces, desde lo más profundo de su corrupción, un rugido emergió de su garganta. No era de dolor, ni de arrepentimiento, sino de furia pura, un desafío final al destino que lo había condenado. Con ese grito, Nýxvaros tembló, las torres negras resonaron como campanas fúnebres, y los ríos de fuego arreciaron su flujo.




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