El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XXVIII: La Restauración de Elyssar

El eco de la guerra aún temblaba en los cimientos de Elyssar. El suelo sagrado, antes dorado como el primer alba, mostraba ahora cicatrices profundas que brillaban con un fulgor enfermizo, como venas de plata en carne viva. Las torres de luz sólida, que durante siglos habían resonado con los cantos de los ángeles, yacían quebradas, sus fragmentos flotaban en el aire como lágrimas cristalizadas. Hasta el Templo del Dios Absoluto, ese monumento que había resistido el nacimiento de universos, presentaba grietas serpentinas que recorrían sus columnas, fracturas por donde se filtraba un silencio más elocuente que cualquier lamento.

Los heraldos sobrevivientes se congregaron ante el trono vacío. Malkhiel, fue el primero en romper el silencio:

—Nuestro hogar sangra— dijo, su voz era grave como el rumor de montañas desplomándose—, pero su corazón aún late.

Nahemiel, el Vigía de los Caminos, cuyos ojos estelares ahora mostraban fisuras como galaxias rotas, alzó una mano temblorosa hacia las ruinas:

—Veo senderos que ya no llevan a ninguna parte— murmuró—. Los arcos de memoria están quebrados. ¿Cómo reconstruiremos lo que ni siquiera podemos recordar?

Uriel, cuyas llamas solían bailar con la vitalidad de la creación, tenía ahora un fuego bajo y constante, como brasas a punto de extinguirse:

—Mis llamas purificadoras se niegan a consumir estas cicatrices— confesó, observando cómo las llamas azules retrocedían de las grietas en el suelo—. Es como si... como si la herida debiera permanecer.

Zadkiel, golpeó el suelo con su arma, haciendo resonar un sonido claro que cortó el aire envenenado por la duda:

—No somos albañiles— rugió—, somos guerreros. Nuestra misión era proteger, no... esto.

Malkhiel giró hacia ellos, y por primera vez desde la caída de Orisiel, su voz mostró un destello de su antigua firmeza:

—¿Acaso el amor por nuestro Creador se limita a blandir espadas? — preguntó, extendiendo su mano hacia los fragmentos de una torre cercana. Al tocarlos, las piedras de luz comenzaron a vibrar, buscando reunirse—. Proteger Elyssar no era solo defender sus muros, sino preservar su esencia. Y esa tarea apenas comienza.

Nahemiel entrecerró sus ojos fracturados:

—Pero las sombras de Nýxvaros acechan en cada grieta. ¿No temes que, al reconstruir, inadvertidamente las traigamos de vuelta?

Uriel hizo crujir sus nudillos, y pequeñas llamas doradas brotaron entre sus dedos:

—Que vengan— dijo, con una calma más aterradora que cualquier grito—. Mis llamas tienen memoria. Y anhelan consumir traición.

Malkhiel asintió lentamente, posando una mano en el hombro de Zadkiel:

—No levantaremos torres hoy, hermano. Primero, curaremos. Luego, construiremos. Y cuando llegue el momento...— su mirada se dirigió hacia el horizonte donde el velo de Nýxvaros pulsaba débilmente—, estaremos listos.

Uno a uno, los heraldos se arrodillaron. No por mandato, sino porque en ese instante comprendieron que la reconstrucción no era un castigo, sino un privilegio. Mientras el primer cántico de sanación ascendía desde sus labios, las grietas en el templo brillaron brevemente, como si el mismo Dios Absoluto contuviera el aliento ante este nuevo comienzo.

En las alturas, las estrellas que habían presenciado la batalla comenzaron a cantar de nuevo. Era una melodía diferente, herida pero esperanzada. Porque Elyssar, el reino de la luz, estaba herido. Pero jamás vencido.

Los ángeles alzaron sus voces en un cántico que resonó más allá de los límites del sonido. No era solo una melodía, sino el latido mismo de Elyssar hecho audible, una sinfonía tejida con los hilos dorados de la creación. Cada nota flotó en el aire como polvo de estrellas, envolviendo las ruinas que la guerra había dejado atrás.

Las torres caídas, cuyos escombros aún guardaban el eco de los gritos de batalla, comenzaron a erguirse. Piedra a piedra, los fragmentos se unieron como si el tiempo retrocediera, devolviéndoles su esplendor original. Las grietas que habían desgarrado los muros del Gran Templo se cerraron sin dejar rastro, como heridas curadas por una mano invisible.

Los ríos sagrados, cuyas aguas habían corrido oscuras y espesas con la ira de los contendientes, recuperaron su claridad. La luz se filtró entre sus corrientes, iluminando el lecho donde yacían armas abandonadas, ahora convertidas en cristales que brillaban como ofrendas.

Era un milagro, sí, pero no el que nace de un mandato divino. Este surgía de la entrega total, de cada ángel que ofrecía no solo su poder, sino el amor más puro de su esencia. Los mismos que habían blandido espadas ahora moldeaban la luz con sus manos, transformando el dolor en belleza. Los que habían luchado con furia ciega acariciaban las heridas del mundo para sanarlas.

Guerreros, sanadores y guardianes —cuyas diferencias alguna vez los dividieron— se movían al unísono, como las notas de un mismo himno. Su propósito ya no era la victoria, sino la redención. No buscaban reconstruir un reino, sino el Edén que habitaba en su memoria colectiva: aquel lugar donde el cielo y la tierra habían sido uno.

Y mientras cantaban, algo más profundo que la piedra o el agua renacía: la certeza de que, incluso en la eternidad, solo la unidad podía devolverles lo que la guerra les había arrebatado.

Aunque Elyssar renacía entre cantos y luz reconstruida, Malkhiel no se dejó engañar por la paz momentánea. Sus ojos, habituados a escrutar los campos de batalla, veían más allá: la sombra no había sido destruida, solo retrocedía. Con el permiso del Creador —otorgado en un silencio que resonó como un trueno en su pecho—, convocó a los tres heraldos cuyas esencias eran fundamentales para la tarea.

Zadkiel fue el primero en presentarse, su escudo aún marcado por las cicatrices de la guerra. Lo sostuvo frente al vacío donde se alzaría el primer pilar, y su voz fue tan firme como el metal de su armadura: —La Fortaleza no es solo resistencia, sino voluntad de proteger lo sagrado—. Al pronunciarlo, su escudo se fundió en un haz de luz blanca que se elevó hacia el cielo, formando el núcleo del cuarto pilar. Las runas de su superficie se transformaron en escrituras ardientes que narraban cada batalla donde la lealtad había vencido.




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