Los primeros días en Nýxvaros fueron un descenso lento hacia la comprensión de su nueva realidad. Al principio, los caídos alzaban sus voces en gritos que se quebraban contra la inmensidad vacía de aquel reino sin cielo. Intentaron desplegar sus alas, pero los miembros que antes brillaban con la gracia divina ahora pesaban como cadenas de plomo negro. Sus cantos, que en otro tiempo hicieron vibrar los cimientos de Elyssar, se redujeron a susurros roncos que la oscuridad devoraba antes de que pudieran formar palabras completas.
La desesperación se instaló como un parásito en los corazones de los más frágiles. Se arrastraban por los desfiladeros de obsidiana de Nýxvaros, abrazando fantasmas de recuerdos: el tacto de la hierba dorada en los jardines celestiales, el sonido de las campanas de cristal en el Templo del Alba, el calor de la luz del Creador en sus rostros. Lloraban, pero las lágrimas se evaporaban antes de caer, como si hasta el dolor físico les fuera negado.
Otros encontraron refugio en la ira. Maldiciones contra Malkhiel, contra los Pilares Eternos, contra el mismo Dios Absoluto resonaban en las cavernas sin eco de su exilio. Algunos golpeaban las paredes de su prisión incorpórea hasta que sus manos -antes diseñadas para bendecir- sangraban una sustancia negra y espesa. —Traición—, gritaban, y la palabra se repetía en sus mentes hasta convertirse en su única verdad.
Un puerto se aferró a las sombras de lo que habían sido. Organizaron coros con voces destrozadas, intentando recrear los himnos de Elyssar. Dibujaron círculos sagrados en el polvo estelar, invocando una respuesta que nunca llegaría. Pero Nýxvaros era un lugar diseñado para extinguir esperanzas; poco a poco, sus voces se apagaron, sus rodillas dejaron de doblarse, y la fe se convirtió en otro recuerdo más que perdían al despertar.
Con el tiempo -si es que el tiempo existía en aquel no-lugar- hasta los más rebeldes callaron. La oscuridad les enseñó su lección final: no había salvación, no había perdón, no había regreso. Sus cuerpos se transformaron junto con sus almas; la piel que otrora irradiaba luz ahora se arrugaba como pergamino quemado, las alas se retorcieron en formas grotescas que burlaban su antiguo esplendor. Cuando se miraban unos a otros, ya no reconocían a los seres de luz que habían sido, sino criaturas de pesadilla que el universo había escupido de su seno.
Lo más cruel no fue la transformación física, sino el momento en que dejaron de añorar Elyssar. Cuando el nombre del Creador ya no cruzaba sus labios ni siquiera como blasfemia. Cuando comprendieron que el infierno no era el fuego, sino la ausencia eterna de todo lo que alguna vez habían amado.
El exilio dejó de ser un castigo para convertirse en su nueva realidad. Nýxvaros ya no los aprisionaba - los había moldeado a su imagen. Donde antes fluía la gracia divina, ahora corría la savia negra de la supervivencia, un veneno que los mantenía vivos cuando deberían haber muerto. El odio ya no era solo una emoción: era el aire que respiraban, el fuego que los calentaba, el cimiento sobre el que reconstruyeron sus identidades rotas.
No eran ángeles caídos. Esa denominación implicaba que aún guardaban algo de su antigua naturaleza. Se habían transformado en criaturas de pesadilla, entidades que el universo no estaba preparado para nombrar. Sus formas, otrora perfectas, ahora reflejaban los pecados que los habían llevado allí.
Los ambiciosos, que codiciaron el poder de los cielos, recibieron su ironía particular: tronos tallados en espinas de obsidiana que crecían de sus propias carnes. Gobernaban reinos de polvo y ecos, monarcas de una corte de espectros, sus cuerpos se consumían eternamente, pero negados al alivio de la muerte. Cuanto más ansiaban, más se vaciaban.
Los traidores sufrieron un destino más sutil y cruel. Grilletes de sombra viva se enroscaron alrededor de sus miembros, devorando no su carne sino su esencia misma. Uno a uno, sus rasgos se difuminaron, sus recuerdos se esfumaron, hasta que no quedó más que un susurro de lo que fueron. Los que habían roto juramentos ahora perdían hasta su propio nombre.
Para los dubitativos, Nýxvaros reservó una tortura especial: un río de alquitrán negro que ardía sin consumirse. Las corrientes los arrastraban sin cesar, permitiéndoles vislumbrar orillas que nunca podrían alcanzar. Cada vez que casi lograban aferrarse a algo sólido, la corriente los arrastraba de nuevo, eternos prisioneros de su propia indecisión.
Pero la mayor ironía estaba reservada para los líderes. A ellos, que habían guiado la rebelión con convicción, se les concedió el don de la lucidez absoluta. Azarel, cuyo intelecto había iluminado los salones de Elyssar, ahora yacía atrapado en un laberinto de su propia conciencia. Su mente, otrora capaz de comprender los misterios del cosmos, no podía dejar de analizar cada instante de su caída. Su castigo fue saber exactamente lo que había perdido, entender con perfecta claridad su condena, y ser completamente incapaz de alterarla. Las voces en su cabeza no eran demonios - eran sus propios pensamientos multiplicados hasta el infinito, cada uno diseccionando un fragmento diferente de su fracaso.
En Nýxvaros no había esperanza de redención, pero tampoco de olvido. Los caídos estaban condenados a recordar eternamente lo que habían sido, incluso mientras se transformaban en algo que sus antiguos compañeros no reconocerían. La oscuridad no los había vencido: los había reescrito, letra por letra, hasta que ni siquiera el Creador podría leer en ellos vestigios de lo que una vez fueron.
Ishmir, el Señor de los Vientos Celestiales, descubrió con horror que en Nýxvaros su voz no encontraba eco. En aquel reino donde las palabras carecían de verdad, su don se había vuelto inútil. Cada vez que intentaba hablar, su lengua se convertía en una serpiente de sombra que se enroscaba en su garganta, estrangulando sus palabras antes de que pudieran nacer. El mensajero que alguna vez había llevado las órdenes del Creador a los confines del universo, ahora no podía articular ni un susurro.