El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XXX: El Juramento de la Oscuridad

En Nýxvaros, el tiempo no fluía como un río, sino que se estancaba como sangre en una herida que nunca cicatrizaba. Los días y las noches habían perdido su significado, dejando solo una eternidad presente donde la agonía no era un momento pasajero, sino el estado natural de la existencia. El dolor se filtraba en cada poro, en cada jirón de sus almas destrozadas, convirtiéndose en el aire que respiraban y la tierra que pisaban. La desesperación, esa compañera silenciosa, tejía sus redes alrededor de sus corazones, apretando un poco más con cada suspiro fallido.

Pero en medio de este paisaje de perdición, una figura se erguía como un faro de oscuridad: Orisiel. Su trono, tallado de los huesos de sus propias esperanzas muertas, se alzaba sobre la planicie desolada. Sus alas, que en otro tiempo habían surcado los cielos dorados de Elyssar con gracia divina, ahora eran entidades vivas de pura sombra, retorciéndose y contorsionándose como si intentaran liberarse de la corrupción que las habitaba. Cada movimiento de esos miembros oscuros dejaba estelas de vacío que devoraban hasta el recuerdo de la luz.

Bajo él, el panorama era un espejo roto de lo que alguna vez fueron. Los ángeles caídos, despojados de su gloria, se debatían en un frenesí de autodestrucción. Algunos proferían maldiciones que rasgaban sus propias gargantas, sus palabras salpicadas de bilis negra. Otros se arrancaban trozos de carne putrefacta en rituales de arrepentimiento tardío. Los más perdidos se arrastraban por el suelo, sus lamentos mudos formaban charcos de una sustancia que no era ni sangre ni lágrimas, sino la esencia misma de su derrota.

Sin embargo, en medio de este caos, todos los ojos -cuando aún les quedaban ojos- se volvían hacia Orisiel. Porque en su mirada ardía algo que los demás habían perdido en su caída: propósito. Donde ellos solo veían el vacío de su existencia, él veía el potencial de una venganza que trascendería los eones. Su presencia era un recordatorio constante de que, aunque el cielo los había rechazado, aunque el Creador los había abandonado, aún quedaba una razón para persistir en esta pesadilla.

Y esa razón se alimentaba del mismo odio que corroía sus entrañas, creciendo más fuerte con cada momento de sufrimiento, con cada recuerdo de lo que habían perdido. Orisiel no era su salvador - era el espejo de lo que todos podrían llegar a ser si abandonaban por completo cualquier atisbo de redención. Y en Nýxvaros, esa revelación era el único consuelo que les quedaba.

Más allá de su prisión, más allá de los cielos oscuros de Nýxvaros —donde las estrellas no brillaban, sino que agonizaban en un perpetuo crepúsculo—, se alzaba el umbral.

No era un muro, ni una puerta, ni siquiera una frontera visible. Era una ley cósmica tejida con la voluntad del Dios Absoluto, un velo que separaba la realidad maldita de Nýxvaros de Eldoria, el mundo renacido de las cenizas de Thalassara. Los exiliados lo habían probado una y otra vez. Los más audaces, aquellos que aún guardaban el fuego de la rebelión en sus entrañas, se habían arrojado contra él con furia, solo para ser consumidos. Sus cuerpos estallaban en llamas silenciosas, devorados por la esencia misma de la barrera, hasta que de ellos no quedaba más que un eco de gritos perdidos en el vacío.

Nada funcionaba; El umbral era inquebrantable. Nýxvaros no era un reino: era una sentencia.

Pero Orisiel, desde su trono de sombras y huesos astrales, observaba aquella barrera con ojos que ya no reflejaban la luz de Elyssar, sino el cálculo frío de quien había aprendido a odiar con paciencia. Las cicatrices en su esencia —donde antes hubo plumas doradas— palpitaban al ritmo de su respiración.

—No es impenetrable —murmuró, y sus palabras se arrastraron como cuchillas sobre piedra, resonando en los oídos de los caídos que se apiñaban a sus pies.

Ishmir, uno de los antiguos heraldos, ahora reducido a una silueta fracturada, avanzó. Las marcas de su castigo —líneas negras que serpenteaban por su piel como raíces de pesadilla— brillaban bajo la luz enfermiza del cielo.

—Lo hemos intentado todo, Orisiel —su voz era el crujir de un pergamino quemado—. El umbral no cede.

Orisiel giró hacia él, y en ese movimiento hubo algo que hizo retroceder incluso a los más desesperados. Su sonrisa no era divina: era la sonrisa de un verdugo que disfruta del silencio antes del golpe.

—Nada es inquebrantable —dijo—. Solo debemos golpear en el lugar correcto.

Los caídos intercambiaron miradas. Entre ellos estaba Erevan, cuyas alas —otrora instrumentos de gracia— ahora eran un enjambre de púas retorcidas. Con un gruñido, escupió:

—¿Propones esperar? ¿Hasta que los cielos se apiaden de nosotros?

El aire se espesó. Orisiel no alzó la voz. No la necesitaba.

—No atacaremos el umbral —susurró—. No aún.

Y entonces, mientras las sombras de Nýxvaros se arremolinaban a su alrededor como bestias hambrientas, pronunció la sentencia que cambiaría el destino de Eldoria:

—No atacaremos los cielos —declaró Orisiel, y sus palabras cortaron el aire como cuchillas de obsidiana—. Heriremos al Dios Absoluto donde ni siquiera Él puede protegerse.

—Atacaremos a su creación más débil y preciada.

Los caídos contuvieron el aliento. Las sombras, antes inertes, se arremolinaron como jaurías olfateando sangre.

—Los Eldorianos.

Un murmullo nació en la oscuridad, creció, se multiplicó. No era alegría, ni furia: era el sonido de la esperanza pervertida, de la sed finalmente encontrada.

Orisiel alzó una mano y el silencio volvió, pesado como una lápida.

—No les dio alas como a nosotros —continuó, y cada palabra goteaba un veneno refinado por siglos de exilio—. No los hizo inmortales, ni les concedió un lugar en Elyssar. Pero les regaló algo más peligroso... su favor.

Las sombras se enroscaron en sus brazos, ávidas.

—Son frágiles. Son emocionales. Son... maleables. Podemos sembrar la duda en sus corazones, hacer crecer el resentimiento en sus venas, hasta que su amor se convierta en odio.




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