El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XXXI: Los Susurros de la Oscuridad

Los siglos en Nýxvaros transcurrían como una herida que nunca cicatriza. El tiempo, ese juez inmisericorde, pasaba sobre los ángeles caídos sin aliviar su tormento. La barrera que los separaba de Eldoria permanecía impasible, indiferente a sus sufrimientos y a sus rabias.

Habían probado todas las formas posibles de violar aquel umbral sagrado. Cuando intentaron atravesarlo con sus cuerpos, la energía pura del límite cósmico los desintegró átomo por átomo, dejando solo ecos de agonía flotando en el aire enrarecido. Cuando probaron en estado espiritual, despojados de forma física, la barrera los repelió con la violencia con que un cuerpo sano expulsa un veneno.

Cada intento era un fracaso, cada fracaso, una nueva herida en su orgullo. Cada herida, un recordatorio de su impotencia.

Pero en la oscuridad de su desesperación, encontraron un resquicio inesperado. Mientras la fuerza bruta fallaba, mientras la magia se mostraba inútil, descubrieron que algo podía traspasar aquel muro divino: los susurros. Pequeñas palabras, ideas diminutas, pensamientos corruptos que se filtraban como gotas de veneno a través de los poros más imperceptibles de la creación.

La barrera era absoluta para los cuerpos y las almas, pero no podía detener las semillas de la duda. No podía impedir que las palabras, esas criaturas etéreas, encontraran su camino hacia los corazones de los eldorianos. Y en esa debilidad casi imperceptible, Orisiel y los suyos encontraron su arma más poderosa.

Fue Azarel, el antiguo Guardián de la Sabiduría, quien descubrió la grieta en el designio divino. En su centésimo intento por atravesar la barrera, cuando ya su esencia estaba reducida a jirones de voluntad, ocurrió lo imposible: un tenue fragmento de su conciencia logró filtrarse. No fue más que un suspiro, un eco de voz que apenas logró pronunciar una palabra inconclusa al otro lado. Pero fue suficiente.

Esa mínima fisura en la perfección del umbral resonó como un trueno en el silencio de Nýxvaros. Orisiel, al recibir las noticias de Azarel, dejó escapar una sonrisa que heló la sangre de los mismos demonios. Sus ojos, ahora pozos de oscuridad calculadora, brillaron con un entendimiento profundo.

—Las mentes de los eldorianos son frágiles —murmuró, mientras sus dedos espectrales trazaban círculos en el aire como un tejedor planeando su obra maestra—. Si no podemos cruzar físicamente... nos colaremos por los resquicios de sus sueños.

Así nacieron los Susurros de Nýxvaros. Al principio, no eran más que sombras de pensamientos, ideas tan sutiles que los eldorianos las confundían con sus propias dudas. Una voz susurrando en el momento justo entre el sueño y la vigilia. Un presentimiento oscuro que surgía en instantes de debilidad. Una semilla de resentimiento plantada en corazones heridos.

Nadie en Eldoria lo notó. ¿Cómo iban a hacerlo? Los Susurros no llegaban como invasores, sino como invitados silenciosos, vestidos con las ropas de los pensamientos propios. Se mezclaban con los miedos naturales, se confundían con las preocupaciones cotidianas, hasta que ya no se podía distinguir dónde terminaba la mente del eldoriano y dónde comenzaba la corrupción.

Y mientras tanto, en las profundidades de Nýxvaros, Orisiel observaba a través de ese tenue hilo de conexión, esperando pacientemente a que sus semillas de oscuridad florecieran. Porque sabía que incluso el amor más puro puede pudrirse... cuando se riega con las dudas adecuadas.

Mientras la oscuridad tejía sus planes en Nýxvaros, Eldoria brillaba en una edad dorada de esplendor. Las ciudades de mármol y cristal se alzaban hacia cielos despejados, sus torres reflejaban una paz que parecía eterna. Los eldorianos vivían en armonía, ajenos al cataclismo que había rasgado los cielos, ignorantes del nuevo infierno que se gestaba más allá del velo de su realidad.

Generaciones habían pasado desde la Gran Guerra de Elyssar. Lo que una vez fue memoria viva se había convertido en leyenda, luego en mito, y finalmente en vagas oraciones que los sacerdotes recitaban por tradición más que por fe verdadera. Los nombres de los Heraldos - Orisiel, Seraphiel, Azarel - eran ahora palabras sagradas pero huecas, como estrellas cuyo calor ya no alcanza la tierra.

Mientras tanto, en los salones de poder, entre las sombras de las bibliotecas más oscuras, en los corazones de aquellos cuyos sueños superaban su estación, algo comenzaba a fermentar. Primero fueron susurros casi imperceptibles - dudas que surgían en la noche, preguntas que nunca antes se habían formulado. ¿Por qué los ángeles los habían abandonado? ¿Era realmente amor lo que el Dios Absoluto sentía por ellos, o simple posesión?

En los mercados, algunos comenzaron a codiciar lo ajeno con nueva intensidad. En los palacios, los gobernantes soñaban con glorias prohibidas. En las camas conyugales, el descontento echó raíces donde antes había habido amor. Pequeñas grietas en la perfección de Eldoria, tan sutiles que nadie las notó... hasta que fue demasiado tarde.

Y en el abismo de Nýxvaros, Orisiel contemplaba su obra con la paciencia infinita de quien sabe que el tiempo juega a su favor. Sus dedos espectrales acariciaban el aire como si pudiera sentir las vibraciones de la corrupción creciendo al otro lado del umbral.

—Dejen que la semilla germine —murmuró, su voz un susurro que hacía temblar las sombras a su alrededor—. Dejen que mi oscuridad anide en sus corazones. Y cuando el fruto esté maduro... los propios eldorianos derribarán las puertas para nosotros.

El aire en Nýxvaros vibró con una risa antinatural, mientras los ángeles caídos comprendían la genialidad perversa del plan. No necesitaban romper la barrera. Harían que Eldoria la destruyera desde dentro.

❤️ Gracias por estar aquí. Cada lector cuenta y cada palabra que escribo también es para ti. ¡Nos vemos en el siguiente capítulo!




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