El tiempo fluyó sobre Eldoria como un río sereno. El Festival del Milenio, que otrora congregó a los primeros hijos del mundo bajo un mismo cielo de esperanza, se convirtió en relato de ancianos y símbolo grabado en los muros de los templos más antiguos. Mientras Elyssar se desangraba en una guerra celestial, el mundo mortal florecía en ignorante esplendor.
Los reinos extendieron sus fronteras como raíces de árboles ancestrales. Los bosques, otrora limitados a los valles sagrados, treparon por las montañas y besaron los litorales. Los mares, poblados ahora por criaturas de escamas iridiscentes, cantaban con voces que sólo los Naeryn comprendían. La vida se multiplicaba, se adaptaba, se transformaba.
De la simiente de las razas primordiales siguieron brotando nuevas estirpes. Lo que algunos llamaban destino y otra simple consecuencia del tiempo, no era más que el pulso imparable de la existencia. Y entre tanta mudanza, los primeros hijos de Eldoria aún caminaban sobre la tierra, portando en sus ojos la sabiduría de las edades:
Los Eldar, tallados en la esencia misma de la tierra, gobernaban desde sus ciudades orgánicas donde la piedra y la madera viva se entrelazaban en espirales perfectas. Algunos, cansados de la eternidad, eligieron el dulce veneno de la mortalidad, intercambiando siglos de serenidad por décadas de pasión desbordada.
Los Aetherios, fragmentos de luz solidificada, coronaban aún los picos más altos. Ignorantes del conflicto que desgarraba Elyssar, comenzaron a sentir emociones: el amor que quema más que sus corazones estelares, la tristeza que pesa más que sus mantos de plasma. Muchos bajaron de sus atalayas para convivir con las otras razas.
En las profundidades abisales, los Naeryn tejían catedrales de coral y perlas. Sus cuerpos bioluminiscentes bailaban en las corrientes, manteniendo viva la armonía que sus hermanos terrestres comenzaban a olvidar. Jamás alzaron sus armas de concha afilada, salvo para defender los secretos de las fosas marinas.
Los Levanth, hijos caprichosos del viento, seguían siendo imposibles de atrapar. Sus ciudades en las nubes cambiaban de lugar con cada estación, guiadas por brisas que solo ellos comprendían. Sus guerreros alados, armados con garras de ébano y plata, eran leyenda viviente... pero sólo desenvainaban sus alas para proteger a los suyos.
Los Serkaal, forjados en el vientre de los volcanes, se debatían entre dos caminos: los maestros herreros que cantaban al metal líquido, y los conquistadores sedientos de gloria cuyas espadas ardientes no conocían la paz. Su división marcó el primer gran cisma en la historia de las razas primordiales.
Y en los bosques donde ni la luna osaba entrar, los Velmari perfeccionaron su código de sombras. Aprendieron a hablar con los depredadores nocturnos, a moverse como niebla entre los árboles. Su sentido del honor se volvió tan afilado como sus dagas de obsidiana - un contrapunto necesario a su naturaleza esquiva.
De la fusión de las razas primordiales emergieron nuevos linajes, cada uno portando dones únicos que marcarían el destino de Eldoria. Como hilos de distintos colores entretejidos en el gran tapiz de la creación, estos seres híbridos trajeron consigo nuevas posibilidades, nuevas esperanzas... y nuevas tentaciones.
Los Sylphaeryn, nacidos del encuentro entre la gracia aérea de los Levanth y el fulgor celestial de los Aetherios, eran criaturas de belleza etérea. Su piel emitía un resplandor plateado al contacto con la luna, y sus pies apenas rozaban el suelo cuando caminaban, como si el aire mismo se negara a separarse de ellos. Se convirtieron en mensajeros entre las naciones, en exploradores de tierras inaccesibles, sus siluetas brillantes surcaban los cielos al atardecer.
En las sombras crepusculares, los Drae'kar forjaban su leyenda. Herederos del fuego volcánico de los Serkaal y la astucia nocturna de los Velmari, sus ojos ardían con una luz interior que iluminaba sólo lo que deseaban mostrar. Algunos vendían sus habilidades al mejor postor, sus espadas curvadas dejaban cicatrices que nunca dejaban de arder. Otros, más nobles, protegían enclaves secretos donde el conocimiento prohibido se guardaba bajo siete llaves de obsidiana.
Los Vanyari eran la voz de las aguas y la luz. Cuando cantaban, las olas amainaban su furia y los animales más salvajes inclinaban sus cabezas en señal de respeto. Sus largos cabellos, que cambiaban de color según la estación, ondeaban como algas en una corriente invisible. Las cortes reales los recibían con honores, pues ningún conflicto resistía la sabiduría de quienes podían escuchar el murmullo de los ríos y el suspiro de las estrellas.
En las llanuras abiertas, los Theryon domaban bestias que harían retroceder a los ejércitos más valientes. Sus manos, marcadas con el color de la tierra y el fuego, construían máquinas que imitaban los diseños de la naturaleza: molinos que giraban con el viento sin aspas, carruajes que se movían sin caballos. Eran los puentes entre el mundo antiguo y el nuevo, entre la magia y la invención.
Aunque distintos en forma y dones, las razas encontraron equilibrio. Las ciudades-estado florecieron donde antes había aldeas aisladas. Los Sylphaeryn y Aetherios patrullaban las rutas aéreas, sus ojos agudos detectaban peligros desde leguas de distancia. En los mares, los Naeryn y Vanyari guiaban a los navegantes, sus canciones calmando tormentas antes de que se formaran. Los Eldar y Theryon expandían las fronteras del conocimiento, mientras los Velmari y Drae'kar guardaban los secretos que mejor permanecían ocultos. Los Serkaal, divididos entre herreros y guerreros, mantenían un precario equilibrio entre la creación y la destrucción.
Eldoria brillaba como un diamante bajo el sol, cada faceta reflejaba una cultura, una tradición, un sueño distinto. En los mercados, las lenguas de todas las razas se mezclaban en una sinfonía de comercio y camaradería. En los templos, se honraba al Dios Absoluto con ceremonias que combinaban fuego, agua, tierra y aire.