El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XXXIII: Las Primeras Cacerías

La paz en Eldoria se resquebrajaba con la lentitud cruel de un cristal bajo presión, cada fisura se propagaba silenciosamente hasta que todo el espejo de su sociedad estuvo a punto de hacerse añicos. Nadie veía los hilos que movían sus pensamientos, pero la sombra de Nýxvaros se extendía a través de sus actos, convirtiendo susurros en acusaciones y desprecios en cuchillos desenvainados al amparo de la noche.

En Vaelis, la ciudad de cúpulas irisadas, tres siluetas acechaban entre las calles empedradas con luz lunar. Kaelith, un Aetherio de cabello como plata pulida y ojos fríos como lagos helados, cortó el paso a Thalior justo cuando el joven Sylphaeryn intentaba regresar a su hogar. Las alas levemente translúcidas de Thalior se tensaron al instante, captando el peligro antes de que las palabras lo confirmaran.

—Este no es tu lugar —dijo Kaelith, mientras sus compañeros flanqueaban a Thalior, bloqueando las salidas. El aire olía a lluvia próxima y a la hierba amarga que crecía entre los adoquines.

—El mercado de Vaelis siempre ha sido libre para todos los hijos de Eldoria —respondió Thalior, manteniendo la voz calmada, aunque sus dedos temblaban levemente. Sabía que la razón no era escudo contra el fanatismo, pero la dignidad era lo último que le quedaba.

Uno de los acólitos de Kaelith escupió cerca de los pies de Thalior, la saliva brilló bajo la luz de las lámparas de éter. —Tú no eres un hijo de Eldoria. Eres una mancha en su legado —gruñó, mientras deslizaba una daga corta de entre sus ropas.

El golpe llegó antes de que Thalior pudiera reaccionar: un puño cerrado impactó en su mejilla con el sonido seco de carne contra hueso. Cayó de rodillas, con el sabor a cobre llenándole la boca. Al alzar la vista, vio a Kaelith inclinándose sobre él, sus ojos reflejaban una convicción tan peligrosa como cualquier arma.

—Vuela, mestizo —susurró Kaelith con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. A ver si ese viento que llevas en la sangre es suficiente esta vez.

Thalior no lo pensó dos veces. Con un aleteo brusco que levantó polvo y hojas secas, se impulsó hacia arriba justo cuando una daga silbaba donde su corazón había estado un segundo antes. El viento nocturno lo recibió como a un viejo amigo, llevándolo lejos de las calles que ya no eran seguras, hacia las montañas donde quizá, solo quizá, encontraría refugio.

Pero en otras partes de Vaelis, en callejones sin nombre y plazas desiertas, otros como él no tuvieron tanta suerte. Los gritos se ahogaban rápidamente esa noche, y cuando el sol naciente tiñó de oro las cúpulas de la ciudad, solo quedaron manchas oscuras entre los adoquines para contar la historia.

La luna apenas lograba filtrarse entre las ramas de los árboles ancestrales de Eltheris cuando el grupo de Eldar avanzaba en formación cerrada. Las antorchas que llevaban proyectaban sombras danzantes sobre los troncos retorcidos, convirtiendo el bosque en un escenario de pesadilla. Vaelion, su rostro marcado por arrugas profundas como cortezas de árbol, caminaba al frente con paso silencioso. Sus ojos, adaptados a la oscuridad, escudriñaban cada movimiento entre la maleza.

—Miren cómo se han reproducido —murmuró un joven Eldar a su derecha con los nudillos blanquecinos al tensar la cuerda de su arco—. Como maleza que estrangula a las plantas nobles.

Vaelion no respondió de inmediato. Extendió una mano y detuvo al grupo cuando un crujido se escuchó entre los arbustos. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier discurso.

—Somos los guardianes del equilibrio —susurró finalmente, mientras señalaba hacia adelante con un gesto lento—. Y hoy purgaremos esta tierra de su impureza.

Entre los árboles, los ojos brillantes de los Theryon aparecieron como estrellas fugaces. Una familia se agrupó instintivamente: el padre, un hombre robusto con orejas puntiagudas y garras en lugar de uñas, empujó a su hijo detrás de él. La madre, cuyos brazos mostraban vetas de piel y pelaje entremezclados, abrazó al pequeño, cuyos ojos dorados brillaban con un miedo puro e inocente.

—No vinimos a pelear —rugió el padre Theryon, mostrando los colmillos, aunque su voz temblaba—. —Este bosque es tan nuestro como vuestro—.

Vaelion no vaciló. Su arco se elevó con la fluidez de quien ha realizado el mismo movimiento mil veces. La flecha silbó en el aire nocturno antes de clavarse en el pecho del hombre con un sonido húmedo y sordo.

El grito del niño Theryon rasgó la noche, un sonido tan desgarrador que por un momento hasta los árboles parecieron estremecerse. Su madre lo arrastró entre los matorrales mientras las primeras lágrimas le quemaban las mejillas, pero ya era demasiado tarde.

—Acabad con ellos —ordenó Vaelion, y una docena de arcos se tensaron al unísono.

Las flechas surcaron el aire como aves de presa, iluminadas fugazmente por el fuego de las antorchas antes de encontrar su blanco. La tierra, que durante siglos había bebido el rocío de la mañana, ahora se empapaba de algo más oscuro, más espeso.

Cuando los Eldar se marcharon, dejando atrás los cuerpos inertes, el bosque guardó silencio. Pero en algún lugar entre los árboles más profundos, donde ni siquiera los cazadores más hábiles se aventuraban, un par de ojos dorados seguían brillando entre las sombras.

Y esa noche, por primera vez, no reflejaban miedo, sino el nacimiento de algo mucho más peligroso: un odio que jamás olvidaría.

Desde las alturas inmaculadas de Elyssar, donde el tiempo fluía como miel espesa, Nahemiel contemplaba el desplome de Eldoria. Sus ojos estelares captaban cada destello de violencia, cada grito ahogado, como si el mundo mortal fuera un mapa de heridas abiertas. A su lado, Uriel observaba con las llamas de su corona ardiendo en tonos inquietos, oscilando entre el dorado y un rojo profundo.

—Mira cómo se destrozan unos a otros —murmuró Uriel, y sus palabras dejaron cicatrices de humo en el aire—. ¿No es nuestra responsabilidad detener esta locura antes de que consuma lo que queda de ellos?




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