El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XXXIV: El Alzamiento de los Condenados

Las tierras de Eldoria, otrora bañadas por la luz dorada de sus tres lunas, ahora respiraban el miedo que se arrastraba entre sus bosques y ciudades. El aire, antes perfumado por los trigales sagrados, olía a hierro y ceniza. Los híbridos, aquellos que habían caminado entre las razas puras como testigos de una posible unidad, eran ahora fantasmas en su propia tierra. Se escondían en las grietas del mundo, entre las raíces de los árboles ancestrales o en las cuevas donde ni siquiera los dioses bajaban la mirada. Pero de la desesperación, como una espada forjada en las profundidades de Morrak'Dur, surgió algo más peligroso que el miedo: la furia fría de quienes ya no tienen nada que perder.

La caverna era un vientre de piedra, húmedo y oscuro, donde los ecos de los pasos se confundían con el latir de los corazones acorralados. Las antorchas, clavadas en las grietas de la roca, proyectaban sombras danzantes sobre los rostros marcados por el exilio. Entre ellos, tres figuras destacaban:

  • Thalior, el último Sylphaeryn, cuyas alas rotas —arrancadas en su huida de Vaelis— eran un recordatorio de que la crueldad de los puros no distinguía entre guerreros o inocentes.

  • Kaera, mitad Naeryn, mitad Vanyari, con ojos de felino que brillaban en la penumbra como dagas sin pulir.

  • Draeven, un Theryon cuyo cuerpo era un mapa de cicatrices, cada una contando una batalla que nunca debió librar.

—No podemos seguir huyendo —rugió Draeven, y su voz retumbó en las paredes como un trueno aprisionado—. Nos persiguen como a alimañas. Si vamos a morir, que sea con sus gargantas entre nuestros dientes.

Kaera se envolvió en su manto, tejido con las fibras de los árboles sagrados que ya no existían.

—No somos soldados —susurró—. Somos los que sembramos, los que curamos, los que cantábamos a la luna. ¿Cómo derrotaremos a quienes forjaron sus espadas con la luz de los cielos?

Thalior se adelantó, y en su mirada no había rastro de la dulzura que alguna vez caracterizó a su raza. Solo quedaba el filo de quien ha visto arder su mundo.

—Porque no nos dejan otra opción —dijo, y cada palabra era un clavo en el ataúd de su antigua inocencia—. —Para ellos, no somos personas. Somos errores que corregir, manchas que borrar. No hay hacia dónde correr… salvo hacia ellos—.

Un silencio espeso cayó sobre la cueva. Nadie habló, porque no había nada que refutara esa verdad.

Fue entonces cuando Varnius, el anciano erudito, se levantó de entre las sombras. Su piel, marcada por las llamas que devoraron su aldea, brillaba como pergamino quemado bajo la luz de las antorchas.

—Si la guerra es inevitable —murmuró, y su voz sonó como el crujir de hojas secas—, que no sea su guerra. Que sea la nuestra.

Los exiliados se inclinaron hacia él, y el plan comenzó a tejerse entre susurros:

No serían un ejército. No llevarían estandartes ni los desafiarían en campo abierto. Serían el cuchillo en la oscuridad, el veneno en la copa, el rumor que precede a la tormenta. Atacarían los caminos comerciales, envenenarían los pozos de las guarniciones, sabotearían los puentes que los puros habían construido sobre sus huesos.

Y cuando los señores de Eldoria miraran al cielo, buscando la razón de su caída, no verían ejércitos… solo el brillo de los ojos de aquellos a quienes habían convertido en monstruos.

La luna plateada de Eldoria se filtraba entre las ramas de los árboles ancestrales, dibujando patrones de luz y sombra sobre el suelo cubierto de hojas secas. En la región de Vaelis, donde antaño los cánticos de los sacerdotes resonaban entre los templos de mármol, ahora solo se escuchaba el crujir de armaduras y el susurro de botas pisando tierra húmeda. Una patrulla de Aetherios, los guerreros de élite de las razas puras, avanzaba en formación cerrada, sus espadas desenvainadas reflejaban la luz lunar como dientes de lobo hambriento.

—Dicen que los que quedan están organizándose —murmuró el soldado más joven, sus ojos escudriñaban la espesura con nerviosismo. El yelmo le quedaba grande, como si la armadura hubiera sido forjada para un hombre que ya no existía.

—¿Y qué van a hacer? ¿Lanzarnos frutas podridas? —el veterano que caminaba a su lado soltó una risa áspera, cargada de desprecio. El sonido se perdió entre los troncos nudosos, como si el bosque mismo rechazara su arrogancia.

La risa se ahogó en un gargajo de sangre cuando una flecha surgió de la oscuridad, perforando el cuello del joven soldado con precisión mortal. Cayó de rodillas, sus manos se aferraron inútilmente al astil de madera oscura que ahora le brotaba de la garganta. Su compañero apenas tuvo tiempo de girar sus ojos desorbitados, antes de que una silueta surgiera detrás de él como un espectro vengativo. Kaera, con sus pupilas felinas brillando con frialdad, hundió el cuchillo entre las placas de la armadura, buscando el corazón con la precisión de quien ha cazado entre estas mismas tierras desde la infancia.

No hubo gritos. Solo el sonido sordo de los cuerpos cayendo uno tras otro, como frutos podridos desprendiéndose de la rama. En menos de un minuto, la patrulla yacía tendida en el suelo, sus armaduras estaban manchadas de rojo bajo la luz lunar.

Kaera se enderezó, limpiando la hoja de su cuchillo en la capa de uno de los caídos. La sangre se mezcló con el bordado dorado del estandarte de Vaelis, una ironía macabra que no pasó desapercibida para Draeven. El arquero emergió de entre los árboles, recuperando su flecha con un tirón seco. La punta aún goteaba vida arrebatada.

—Uno menos —susurró Kaera, escupiendo al lado del cadáver más cercano. Su voz era tan afilada como el arma que empuñaba.

Draeven asintió, pero sus ojos, endurecidos por incontables pérdidas, no reflejaban triunfo alguno. Observó los rostros de los caídos —muchachos que quizás ni siquiera entendían por qué morían— y sintió el peso de lo que habían comenzado.




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