El amanecer en la Llanura de Eärindor no trajo consigo el canto de los pájaros ni el susurro de las hojas meciéndose en la brisa. Solo trajo silencio. Un silencio tenso, cargado, como el instante antes de que el relámpago parta el cielo.
Los descendientes puros desplegaron sus fuerzas con la precisión de quienes habían sido entrenados para la guerra desde la cuna. Filas interminables de guerreros, con sus armaduras plateadas grabadas con runas ancestrales; los Aetherios, altivos y letales con sus espadas reluciendo bajo la primera luz del sol; los Serkaal, bestiales y feroces, golpeando sus escudos con un ritmo que helaba la sangre. Sus estandartes, bordados con los símbolos de las casas más nobles de Eldoria, ondeaban como llamas doradas y plateadas, una última muestra de orgullo antes del derramamiento de sangre.
Al otro lado del campo, la resistencia híbrida se alzaba como una sombra desigual, pero imparable. No tenían armaduras relucientes ni espadas forjadas en los altos hornos de Volkaris. Sus armas eran improvisadas: hoces convertidas en lanzas, escudos hechos de madera de árboles caídos, corazas remendadas con cuero endurecido. Pero lo que les faltaba en equipamiento, lo sobraban en furia contenida. Cada uno de ellos llevaba en los ojos el recuerdo de hogares quemados, familias masacradas, nombres borrados de los registros como si nunca hubieran existido.
Kaera caminó entre ellos, su figura era delgada pero inquebrantable, como un cuchillo afilado en la penumbra. Su voz no tembló cuando habló, porque no era una arenga, sino una verdad que todos compartían:
—Hoy no luchamos por venganza— dijo, y sus palabras cortaron el aire como el filo de una daga —. Luchamos porque nos negamos a desaparecer. Nos llaman impuros, aberraciones… pero hoy les demostraremos que somos tan hijos de esta tierra como ellos. No esperéis piedad, porque ellos no la darán. Y nosotros… tampoco.
Un rugido estremeció las filas híbridas, un sonido que no era humano ni animal, sino algo más profundo, más antiguo. Era el grito de quienes ya no tenían nada que perder.
Y entonces, como un presagio del fin, el sonido de un cuerno resonó desde las filas enemigas.
La tierra tembló bajo el avance de los ejércitos.
La batalla por Eldoria había comenzado.
El primer choque resonó como el estruendo de un mundo que se partía en dos.
Los descendientes puros avanzaron con la implacabilidad de una tormenta tallada en acero. Sus filas, perfectamente sincronizadas, formaron un muro de escudos y lanzas que se abrió paso a través de los híbridos como una guadaña cortando hierba. Las espadas, bendecidas con runas antiguas, atravesaban corazas improvisadas con la facilidad con que el sol atraviesa la niebla matutina. En las filas traseras, los magos Aetherios alzaron sus báculos, y el cielo mismo se rasgó: columnas de fuego celestial cayeron sobre el campo, convirtiendo a guerreros en antorchas humanas cuyos gritos se mezclaron con el olor a carne quemada.
Pero los híbridos no cayeron como esperaban.
Los Theryon, con sus músculos tensos y sus huesos reforzados por linajes olvidados, se abalanzaron como bestias acorraladas. Un solo golpe de sus hachas improvisadas partía escudos y huesos por igual, desgarrando las líneas enemigas con furia primigenia. Entre el humo y la confusión, los Sylphaeryn —los pocos que aún conservaban sus alas rotas— se movían como fantasmas. Saltaban sobre los magos desde atrás, hundiendo dagas en sus gargantas antes de que pudieran pronunciar otro hechizo. Y los Naeryn-Vanyari, cuyas venas brillaban con magia salvaje, unieron sus fuerzas: raíces surgieron del suelo para estrangular a los caballos, mientras enredaderas venenosas treparon por las piernas de los soldados, inyectando un dolor que los dejó convulsionando en el barro.
La llanura de Eärindor, otrora un lugar de pastos verdes y ríos cantarines, se convirtió en un infierno.
La tierra, empapada de sangre, se volvió fango rojizo bajo los pies de los combatientes. Los árboles ancestrales, testigos silenciosos de siglos de paz, ardieron como piras funerarias. Ya no había táctica, ni honor, ni siquiera el instinto básico de supervivencia. Solo quedaba el odio, puro y cristalino, alimentando cada golpe, cada hechizo, cada flecha disparada a ciegas.
Los descendientes puros, desesperados, rompieron sus propias leyes de guerra: invocaron llamas que no distinguían entre aliados y enemigos, envenenaron los ríos que atravesaban el campo, sacrificaron a sus propios heridos como carnada para emboscadas.
Los híbridos respondieron.
Kaera, con los labios partidos y la armadura hecha jirones, lideró un grupo de guerreros hacia el corazón de las filas enemigas. No buscaban victoria ya. Solo querían llevarse consigo a tantos como pudieran. Draeven, con su arco roto y un hacha robada, rugió al ver caer a otro joven Theryon, y su dolor se convirtió en fuerza bruta.
Y así, en su furia ciega, ambos bandos olvidaron lo que estaban destruyendo.
Los primeros cristales de las torres sagradas de Eldoria comenzaron a agrietarse en la distancia, como si el planeta mismo gritara bajo el peso de tanta locura. Pero nadie escuchó. Nadie miró atrás.
La batalla continuó, y con cada vida segada, el legado del Dios Absoluto se acercaba más a su fin.
El aire en Eärindor se espesó de repente, cargado con el peso de lo innombrable. Primero fue un susurro, un temblor en la tierra bajo sus pies. Luego, un brillo extraño en los ojos de los combatientes, como si algo antiguo y olvidado despertara en su interior.