El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XXXVI: Ecos de la Ruina

La Llanura de Eärindor, antaño un paraíso de naturaleza inquebrantable, yacía convertida en un páramo calcinado. Los árboles, otrora gigantes de corteza dorada, se alzaban ahora como espectros carbonizados, sus ramas estaban retorcidas en un grito silencioso hacia un cielo que ya no los escuchaba. Ríos ennegrecidos por la ceniza serpenteaban entre los cadáveres de aquellos que lucharon hasta el final, las armaduras destrozadas brillaban con un último destello bajo un sol velado por el polvo de la batalla. El aire, en otros tiempos impregnado del aroma de las flores primigenias, cargaba ahora el hedor de la sangre seca y la ira que aún no se disipaba.

La primera gran batalla había terminado… pero su eco apenas comenzaba a resonar en los corazones de los sobrevivientes.

En el campamento de los descendientes puros, el ambiente era una mezcla de victoria amarga y desconfianza creciente. Habían derrotado a muchos híbridos, sí, pero también habían perdido a cientos de sus propios guerreros. Las hogueras crepitaban con leña robada a los bosques sagrados, y el murmullo de los soldados era un zumbido de alivio y dolor entretejidos.

El alto comandante Vaelthor de los Aetherios, con su armadura aún manchada de sangre ajena y propia, contemplaba el campo de batalla con una expresión que oscilaba entre el triunfo y el disgusto. Su espada, Luminis, clavada en la tierra a su lado, reflejaba el fuego distante como si aún tuviera sed de combate. Junto a él, la guerrera Sylwen Iltharis limpiaba metódicamente su hoja curva, sus dedos ensangrentados se deslizaban sobre el metal con una calma que contrastaba con el caos que los rodeaba.

—Hemos ganado… —murmuró Vaelthor, más para sí mismo que para ella.

Sylwen alzó la vista con unos ojos fríos como el acero bajo la luz del amanecer.

—¿De verdad lo crees? —respondió, dejando caer cada palabra con el peso de una losa—. Mira a nuestro alrededor. La tierra está herida, nuestros muertos se apilan junto a los de ellos—. Señaló hacia el horizonte, donde los cuerpos de ambos bandos yacían entrelazados en una danza macabra. —Nada de esto me parece una victoria. Hace siglos se decretó que no debíamos luchar entre nosotros usando nuestra naturaleza divina, pero hoy lo hemos roto. ¿Y para qué?

Vaelthor apretó los puños con los nudillos blanqueados bajo los guantes de malla.

—Hemos demostrado nuestra superioridad. Ahora sabrán que resistirse es inútil.

Sylwen se cruzó de brazos y su armadura emitió un crujido sordo.

—¿Lo es? —preguntó, inclinándose ligeramente hacia él. —No todos murieron aquí, Vaelthor. Muchos escaparon, y otros tantos sobrevivieron—. Una sonrisa amarga se dibujó en sus labios. —Y dime… ¿qué crees que harán después de esto?

Vaelthor guardó silencio. No necesitaba responder. Ambos conocían la verdad: los híbridos jamás se rendirían. No después de esto. No después de ver sus hogares reducidos a cenizas, sus familias masacradas en nombre de una pureza que ya no existía.

En los corazones de los descendientes puros, algo oscuro se gestaba. La guerra ya no era solo por supervivencia, ni siquiera por dominio. Ahora, se trataba de algo más visceral, más cruel: erradicar hasta el último rastro de los híbridos y reclamar Eldoria como su única herencia.

Del otro lado del conflicto, en los bosques marchitos al sur de la llanura, la niebla se aferraba a los troncos de los árboles como un manto de luto. Los híbridos, exhaustos y ensangrentados, se agrupaban en torno a fogatas mortecinas, sus sombras alargadas danzaban sobre la corteza agrietada de los árboles que alguna vez fueron sagrados. El aire olía a hierbas medicinales y a carne quemada, mezclado con el acre aroma de la rabia contenida.

Kaera, con el brazo izquierdo vendado con tiras de tela arrancadas de su propia capa, avanzaba entre los sobrevivientes. Su rostro, cubierto de ceniza y sangre seca, estaba surcado por una expresión que ya no era solo dolor, sino determinación. A su paso, algunos guerreros sollozaban en silencio, abrazando los restos de sus compañeros caídos. Otros, con los ojos brillantes de ira insomne, afilaban sus armas con movimientos precisos, cada pasada de la piedra contra el metal era un recordatorio de lo que estaba por venir.

Junto a ella, Zyren, líder de los Theryon, apoyaba su espada contra un tronco medio calcinado. Sus nudillos blancos delataban la fuerza con la que la empuñaba, como si el arma fuera lo único que lo mantenía en pie.

—No volveremos a huir —gruñó, escupiendo las palabras como si fueran veneno—. Esto ya no es una cuestión de defensa, Kaera. Debemos destruirlos antes de que nos destruyan a nosotros.

Sus ojos, dorados como los de todos los Theryon pero ahora velados por la sombra del odio, se clavaron en ella.

—Ellos rompieron el pacto primero. Usaron su naturaleza divina contra nosotros, como si fuéramos bestias a las que exterminar. ¿Qué más pruebas necesitas?

Kaera apretó los puños, sintiendo cómo las heridas de sus palmas se abrían de nuevo bajo las vendas. Sabía que él tenía razón. Lo había visto con sus propios ojos: los descendientes puros desataban el fuego sagrado de sus linajes, reduciendo aldeas enteras a escombros humeantes. No había vuelta atrás.

—Si nos quedamos a la defensiva, moriremos —murmuró, más para sí misma que para Zyren—. Pero si atacamos…




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