La furia de la guerra continuaba, imparable y feroz, devorando los últimos vestigios de lo que alguna vez fue Eldoria.
El planeta, otrora un faro de paz donde los ríos cantaban y los bosques susurraban secretos ancestrales, yacía ahora mutilado bajo el peso de las batallas. Las ciudades de mármol dorado se habían convertido en esqueletos de piedra calcinada, y los campos que alimentaron generaciones eran ahora extensiones yermas donde solo crecía el rencor. La guerra entre los descendientes puros y los híbridos había trascendido el conflicto; era ahora una tempestad que arrasaba con todo a su paso, dejando tras de sí un legado de cicatrices que jamás sanarían.
En las llanuras de Tarnar, donde antaño los campos se teñían de violeta bajo el sol con las flores de lysara, ahora solo quedaba un desierto de cenizas y rocas astilladas. El viento, que antes acariciaba las praderas, aullaba ahora como un espectro, arrastrando consigo el polvo de los huesos de los caídos. Aquí, en este páramo desolado, se libraría la última gran batalla, el choque definitivo entre dos fuerzas que habían dejado de ver humanidad en el otro.
Los híbridos avanzaban como una marea oscura, liderados por Kaera y Zyren. Este último, señor de los Theryon, alzaba su espada con un brazo que ya no temblaba, a pesar de las heridas que le cruzaban en el torso como un mapa de sufrimiento. La hoja, mellada por incontables combates, atrapaba la luz enfermiza del cielo y la devolvía como un desafío.
—¡Por Eldoria! ¡Por nuestra gente! —rugió, y su voz, ronca por el humo y la sangre, se alzó sobre el estruendo de la batalla.
Sus guerreros, hombres y mujeres con los rostros cubiertos de tierra y sudor, con armaduras hechas jirones y ojos inyectados en sangre, respondieron con un grito que heló la médula incluso a los puros. No era el alarido de quienes esperaban morir, sino el de quienes estaban dispuestos a arrastrar consigo al enemigo al abismo.
Kaera, a su lado, esbozó una sonrisa fugaz. Las cicatrices que le surcaban el rostro —una por cada batalla perdida, cada retirada forzada— parecían arder bajo la tenue luz. Algo flotaba en el aire, algo distinto. No era esperanza, sino la certeza de que, esta vez, el destino cojearía hacia su lado.
Frente a ellos, los descendientes puros, atrincherados tras sus escudos relucientes, comenzaban a flaquear. Sus filas, otrora impenetrables, mostraban grietas. Vaelthor, con su armadura dorada ahora opaca por el hollín, escrutaba el campo de batalla con una expresión que delataba lo impensable: la duda.
—¡No podemos permitir que nos venzan! —ordenó, pero su voz, aunque firme, llevaba un temblor apenas perceptible. El plan había sido perfecto, la superioridad incuestionable… hasta ahora.
Y entonces, en el momento crucial, cuando las espadas chocaron y el aire se llenó del sonido metálico de la muerte, algo cambió.
Las nubes se partieron como un velo rasgado, y por primera vez en años, un rayo de sol verdadero bañó el campo de batalla. Iluminó por igual a híbridos y puros, recordándoles, quizá por un instante, que compartían algo más profundo que su odio: el mismo cielo, la misma tierra.
Pero era demasiado tarde para recordatorios.
La batalla había consumido sus almas mucho antes de consumir sus cuerpos.
Con el pasar del tiempo, la tierra misma parecía gritar bajo el peso de los combates. Cada golpe de espada, cada explosión de magia desatada, resonaba como un latido agonizante en el corazón de Eldoria. Las montañas, otrora imponentes guardianes de piedra, temblaban como ancianos bajo una tormenta, desprendiendo rocas que rodaban por las laderas como lágrimas de la tierra. Los ríos, que durante siglos habían cantado canciones de vida, se secaban en cuestión de horas, dejando tras de sí lechos agrietados que parecían cicatrices abiertas en la piel del mundo.
El cielo, antaño un manto de azul profumo y estrellas brillantes, se había convertido en un lienzo de ceniza y humo. Las nubes, cargadas con el polvo de los escombros y el aliento de los moribundos, oscurecían el sol, sumiendo el campo de batalla en una penumbra perpetua. Entre ese caos, las explosiones de magia iluminaban brevemente la escena como relámpagos púrpuras y dorados, cada una dejaba tras de sí grietas profundas en la tierra, como si el planeta estuviera a punto de partirse en dos.
Los árboles, aquellos gigantes que habían resistido el paso de los siglos, caían ahora como si fueran meras ramitas quebradas. Sus troncos, carbonizados o partidos por la mitad, yacían esparcidos como huesos en un camposanto. Los animales, los últimos testigos inocentes de la locura de los eldorianos, huían aterrados, en sus ojos reflejaban un terror ancestral ante el estruendo de la guerra. No había refugio para ellos; el mismo aire que respiraban estaba envenenado por el odio.
Eldoria, un planeta que había florecido en armonía durante eras incontables, comenzaba a sucumbir. No solo a las espadas y la magia, sino al peso de algo mucho más corrosivo: el rencor que había echado raíces en el corazón de sus habitantes. Las ciudades yacían en ruinas, los templos sagrados eran ahora montañas de escombros, y los campos que alguna vez alimentaron a generaciones estaban reducidos a desiertos de polvo y muerte.