El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XXXVIII: El Don Maldito

La victoria de los híbridos no marcó el fin, sino el principio de una agonía más profunda. Eldoria, ese mundo que alguna vez brilló con la luz primordial, ahora respiraba entre estertores. Los descendientes puros, arrinconados en las ruinas de sus ciudades sagradas, lamían sus heridas con la amargura de quienes ven caer su destino. Sus mantos de nobleza yacían rasgados, sus espadas melladas por la batalla, pero en sus corazones ardía un fuego más peligroso que cualquier derrota: la certeza de que aquel planeta les pertenecía por derecho divino, y ningún error de la creación podría arrebatárselo.

Mientras tanto, en los límites de la realidad, donde el tiempo se deshilachaba como tela podrida, Orisiel contemplaba el panorama con la paciencia de un dios hambriento. Su presencia ya no era solo una sombra al acecho; era una infección que se expandía por las venas abiertas de Eldoria. Cada grieta en el cielo, cada suspiro de los moribundos, cada lamento de la tierra, era un canal para su esencia corrupta. La oscuridad no avanzó como un ejército, sino como la marea negra que precede a un tsunami: insidiosa, inevitable, arrastrando consigo los últimos vestigios de pureza.

Pero Orisiel no eligió a los híbridos como recipientes. Esa habría sido la jugada obvia, y él era cualquier cosa menos predecible. En cambio, dirigió su mirada hacia los descendientes puros, esos seres orgullosos que ahora se aferraban a su linaje como a un cadáver. Su corrupción no llegó con violencia, sino como un regalo envenenado: las heridas de los guerreros se cerraron con cicatrices de éter oscuro, sus pupilas brillaron con un rojo de pesadilla y sus músculos se tensaron con una fuerza que no era del todo natural. Era una burla cruel, una distorsión de todo lo que alguna vez habían sido.

La voz de Orisiel resonó en sus mentes, dulce como el canto de un verdugo:
—¿Acaso no merecen ser más que esto? ¿Más que los restos de una gloria pasada?

Los descendientes puros temblaron, no por el miedo, sino por la revelación. Sentían el poder creciendo dentro de ellos, un veneno que sabía a éxtasis. Aún conservaban su voluntad, pero ahora cada latido de sus corazones llevaba un eco de oscuridad. Eran más rápidos, más fuertes, más mortales... y cada vez menos ellos mismos.

En los bosques calcinados, donde los árboles susurrantes habían enmudecido para siempre, los primeros gritos de los transformados rasgaron el aire. No eran alaridos de dolor, sino de algo mucho más peligroso: euforia. La batalla por Eldoria estaba lejos de terminar, pero las reglas habían cambiado. Ahora, los hijos de la luz llevaban la oscuridad en sus venas, y Orisiel solo necesitaba esperar a que el odio hiciera el resto.

El alba no trajo consigo la paz, sino un nuevo rugido de guerra. Los híbridos, aún con las manos manchadas por su victoria anterior, apenas tuvieron tiempo de enterrar a sus muertos antes de que el horizonte se encendiera con un resplandor enfermizo. Los descendientes puros regresaban, pero ya no eran los guerreros agotados que habían huido. Ahora avanzaban como una tormenta de acero y sombra, sus pasos dejaban huellas de escarcha negra en la tierra, y sus espadas -antes brillantes como fragmentos de estrellas- desgarraban el aire con lenguas de energía violácea que hedían a carne quemada.

Zyren, cuyos ojos de hechicero veían más allá de lo visible, fue el primero en comprender. Sus dedos se cerraron alrededor del amuleto de cristal que colgaba de su cuello, sintiendo cómo vibraba con advertencias en un lenguaje antiguo.
—Esto no es normal... —murmuró, pero sus palabras fueron devoradas por el estruendo de los primeros choques. Lo que veía le heló la sangre: las pupilas de sus enemigos brillaban con un rojo líquido, como mercurio bajo la luna, y sus movimientos tenían la precisión antinatural de marionetas cuyos hilos eran tironeados por algo mucho más oscuro que la mera ira.

Kaera no necesitó magia para sentir el peligro. El instinto que la había mantenido viva en mil batallas le gritaba que aquello era una profanación. Sus puños se apretaron hasta que los nudillos palidecieron, mientras observaba cómo un guerrero puro atravesaba a dos de los suyos con un solo tajo, su espada negra devoraba la luz al pasar. Un escalofrío le recorrió la espalda, no de miedo, sino de reconocimiento: esta no era una pelea por territorio o supervivencia. Era el preludio de algo mucho más terrible.

El campo de batalla, que horas antes había sido un monumento a su triunfo, se transformó en un infierno al revés: donde antes hubo esperanza, ahora solo quedaba el peso aplastante de la realidad. Los hechizos de los híbridos, que antes hendían el aire con arcos iris de energía, ahora chocaban contra barreras de oscuridad sólida. Cada estocada que lograban conectar encontraba músculos que no sangraban, piel que no cedía, sonrisas que no temblaban.

Y entonces, llegó el fuego. No el fuego natural de las flechas incendiarias o los volcanes lejanos, sino llamas nacaradas que brotaban de las grietas en el suelo, alimentadas por algo más viejo que Eldoria. Arrastrándose como serpientes hambrientas, envolvieron a combatientes de ambos bandos, indiferentes a lealtades o causas. En medio del caos, solo una cosa era clara: alguien -o algo- estaba convirtiendo su guerra en un sacrificio, y la sangre derramada era solo el principio del ritual.

En las alturas inalcanzables de Elyssar, donde el tiempo se desplegaba como un pergamino eterno, los ángeles contemplaban el conflicto con ojos que no parpadeaban. Sus alas de luz sólida permanecían inmóviles, sus manos -capaces de moldear constelaciones- se mantenían cerradas. La ley era clara: no intervenir. Pero en sus corazones perfectos, por primera vez, surgió algo que se asemejaba a la duda.




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