El rugido de la guerra devoraba Eldoria como una bestia insaciable, pero en los márgenes del conflicto, entre los pliegues olvidados del mundo, aún quedaban destellos de esperanza. La familia Vaelys había abandonado los campos de batalla, eligiendo el exilio antes que manchar sus manos con más sangre. Su huida los llevó a través de tierras agrietadas y bosques petrificados, hasta toparse con lo que creyeron imposible: otros supervivientes.
Eran los últimos descendientes de Lyranna, la hermana de Ethrialis - aquel niño de ojos violeta cuyo asesinato a manos de Orisiel había sido la primera grieta en el alma de Eldoria. Vivían escondidos desde el fatídico Festival del Milenio. Su linaje estaba marcado no solo por la tragedia, sino por un don singular: la capacidad de infundir poder en objetos inertes.
En cavernas iluminadas por cristales que latían como corazones, lejos de los ejércitos en conflicto, habían convertido el exilio en un arte. Sus manos, guiadas por memorias ancestrales, forjaban artefactos que contenían la esencia misma de Eldoria: espadas cuyos filos brillaban con la luz de los primeros amaneceres, brazaletes que convertían el aire en aliado, anillos que almacenaban el último aliento de los árboles sagrados. Pero entre todas sus creaciones, una destacaba por encima de las demás.
El Lytharion.
No era un simple collar, sino un universo en miniatura. Su cadena estaba tejida con los hilos de plata que alguna vez fluyeron en los ríos sagrados, y su piedra central -un cristal negro que absorbía la luz- contenía el conocimiento de generaciones enteras. Solo un alma en perfecta armonía con su propósito podría desbloquear sus secretos; cualquier otro quedaría consumido por el peso de la sabiduría que albergaba.
Eryon Kael'Thar, el último gran sabio del linaje, pasó sus últimos días perfeccionando la reliquia. Con cada runa que tallaba, con cada gota de su esencia que vertía en el cristal, su cabello se tornaba más blanco y sus ojos más brillantes, como si estuviera convirtiendo su mortalidad en algo eterno.
—El conocimiento es el arma más poderosa de todas—, susurró una noche, mientras las estrellas afuera parpadeaban como velas moribundas. Al amanecer, su cuerpo yacía frío junto al Lytharion, pero su voz aún resonaba en el cristal, lista para guiar al próximo portador.
Mientras el mundo exterior se desmoronaba, estas dos familias unieron sus destinos. Sabían que el artefacto no sería suficiente para salvar Eldoria... pero tal vez, solo tal vez, podría salvar lo que quedaba de su alma.
La noche envolvía el bosque en un manto de sombras entrecortadas por destellos de luna cuando el sonido provocado por Kora resonó entre los árboles, alertando a ambos grupos. Las ramas susurraron secretos al viento, y por un instante, el tiempo pareció detenerse. Lyrien, con los ojos brillantes de temor, alzó las manos en un gesto de súplica.
—¡No nos ataquen, por favor! ¡Tengan piedad! —su voz tembló como las hojas ante la tormenta.
Desde las profundidades del bosque, una figura avanzó. Era Xiomara, hija de Eryon Kael’Thar, cuyo nombre llevaba el peso de un legado ancestral. Su voz, dulce pero firme, cortó la tensión como un cuchillo afilado.
—Tranquilos —dijo, mientras el grupo detrás de ella bajaba sus armas—. No somos de los que están en guerra. Y por lo que veo, ustedes tampoco.
Elias, observando el reducido número de eldorianos que los rodeaban, frunció el ceño.
—Ustedes también huyeron cuando comenzó el conflicto…
Xiomara negó con calma, aunque sus ojos reflejaban una tristeza antigua.
—No. Nosotros llevamos exiliados desde antes de que yo tomara el liderazgo. Fueron nuestros ancestros los que huyeron… cuando un ángel asesinó a uno de los nuestros.
Kora, la hija de Elias y Lyrien, abrió los ojos con incredulidad.
—¿Un ángel mató a tu ancestro? —preguntó, confundida—. Pero… ¿no son ellos nuestros protectores?
Jeff, el esposo de Xiomara, cruzó los brazos con una sonrisa amarga.
—Hace mucho que dejamos de creer en eso, pequeña. Los que sobrevivieron nos contaron lo sucedido. Incluso entre las familias que quedan, todavía se habla de ello.
Xiomara, sin embargo, alzó la mirada hacia el cielo, como si buscara respuestas entre las estrellas.
—Pero yo sigo confiando en el Creador —susurró—. Los ángeles nos enseñaron mucho. No levantaré juicio sobre ellos sin saber por qué lo hizo.
Tras un silencio cargado de memoria, Xiomara extendió una mano en señal de paz.
—No los aburriré con historias viejas. Entren, les daremos refugio por esta noche. Y si desean quedarse, nuestras puertas están abiertas.
Los hijos de Elias, ansiosos por compañía de su edad, no dudaron en adentrarse entre los árboles, seguidos de cerca por sus padres, quienes, aunque vacilantes, terminaron aceptando la hospitalidad. Mientras los adultos compartían noticias de la guerra y recuerdos de un tiempo menos oscuro, los jóvenes se dispersaron, riendo y jugando bajo la luz de las luciérnagas.
Al amanecer, Abilio, el hermano de Kora, notó el destello de un objeto en el cuello de Xiomara. Se acercó con curiosidad.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando el collar que brillaba con una luz tenue.