El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XLI: El Último Suspiro de Eldoria

El último aliento de Eldoria resonó como un gemido cósmico. Los bosques ancestrales, cuyos árboles habían susurrado secretos desde el alba de los tiempos, ardían ahora en piras funerarias que iluminaban el ocaso de una era. Los ríos de plata líquida, otrora venas del mundo, corrían rojos como heridas abiertas. El cielo mismo, aquel manto de estrellas que había presenciado el nacimiento de la civilización, se retorcía bajo una tempestad de relámpagos negros y ceniza.

En tierra, mar y aire, la locura de la batalla alcanzaba su crescendo final. Los híbridos, con sus cuerpos marcados por la herencia de dos mundos, luchaban con la furia de los condenados. Los descendientes puros, otrora guardianes de la tradición, blandían armas manchadas con la misma oscuridad que habían jurado erradicar. Todos iguales ahora en su demencia, todos devorados por la sombra que Orisiel había sembrado en sus corazones.

Los océanos zozobraban bajo el peso de los caídos. Criaturas de escamas irisadas yacían panza arriba entre los restos de ciudades submarinas, sus ojos vidriosos reflejaban un firmamento que ya no existía. En las llanuras, las montañas se derrumbaban como gigantes ebrios, sepultando bajo escombros los últimos vestigios de los templos sagrados. Y en el aire, los gritos de los moribundos se entremezclaban con el crujir de la realidad desgarrada.

Desde las alturas inalcanzables donde el tiempo es solo un susurro, el Dios Absoluto observaba. Su mirada, tan antigua como la creación misma, contenía una tristeza que habría ahogado soles enteros. Les había concedido el don más preciado y peligroso: la libertad de elegir su camino. Y con manos temblorosas y corazones ciegos, habían elegido esto. No una vez, sino una y otra vez, hasta que cada sendero conducía al mismo abismo.

La guerra.
La destrucción.
El olvido autoimpuesto.

No hubo juicio en Su voz cuando finalmente habló, solo el peso infinito de una verdad inevitable. Con un susurro que silenció incluso a las estrellas, todo llegó a su fin. No con un estruendo, sino con el suspiro de un mundo que exhala por última vez.

Un viento sin nombre barrió las ruinas de Eldoria. No llegó con el estruendo de un cataclismo ni con el fulgor de la ira divina, sino como el último aliento de un moribundo - suave, inevitable, definitivo. Un solo susurro, apenas más fuerte que el roce de una pluma al caer, y, sin embargo, suficiente para deshacer milenios de historia.

Las llamas que habían devorado los bosques sagrados se apagaron de golpe, como si alguien hubiera soplado sobre una vela. Los guerreros, en pleno fragor de batalla, cayeron simultáneamente, sus armas resonaron contra la tierra en un único y macabro tañido fúnebre. Los océanos, que durante eras habían cantado con voces de profundidad insondable, se elevaron en un suspiro de vapor y desaparecieron, dejando tras de sí lechos secos que ya no volverían a conocer la caricia de las olas.

Cuando los cielos se despejaron de humo y ceniza, no revelaron el consuelo de las estrellas. Solo el vacío. Un vacío tan absoluto que parecía mirar de vuelta a quienes osaran alzar la vista, con la indiferencia de un espejo sin reflejo.

Así murió Eldoria. Sin himnos de despedida, sin testigos que lloraran su partida. Su último latido quedó grabado en los anales de la eternidad, no como grito de desafío, sino como el silencio resignado de un mundo que, al final de todos sus caminos, solo había encontrado el rostro de su propia naturaleza condenada.

El Dios Absoluto contempló los restos humeantes de Eldoria, pero no apartó Su mirada. Donde otros hubieran visto solo ruinas, Él percibía la posibilidad latente, como una semilla enterrada en invierno, esperando el momento de germinar. Extendió Su voluntad sobre el planeta muerto, y el milagro se desplegó sin estruendo, con la delicadeza de un amanecer después de la tormenta.

Las aguas regresaron primero - no las aguas turbulentas de antes, sino líquido cristalino que corría como pensamientos puros. Los océanos se llenaron de nuevo, pero esta vez sus profundidades guardaban un silencio prístino, sin ecos de batallas pasadas. Las montañas emergieron de las entrañas de la tierra, sus cumbres nevadas brillaron con una serenidad que jamás habían conocido. El cielo, lavado de todo rastro de humo y dolor, se extendía como un manto de zafiro recién tejido.

Era Eldoria, y, sin embargo, no lo era. Un gemelo perfecto en forma, pero inocente de historia. No quedaban cicatrices en su superficie, ni memorias en su tierra. Los eldorianos, con todas sus glorias y fracasos, se habían convertido en polvo cósmico. Solo una cosa persistía, tallada en la esencia misma de la nueva creación: el Pacto.

Fiel a Su palabra, el Dios Absoluto esculpió un santuario en el corazón mismo del mundo renacido. No un templo de piedra, sino un lugar entre los lugares, donde el tiempo respiraba distinto. Sus muros invisibles separaban lo que fue de lo que sería, un umbral entre realidades que solo Él podía percibir en su totalidad.

—Este será el eje de dos mundos—, declaró Su voz en la nada. —A un lado, la nueva creación que florecerá. Al otro, el linaje prometido que velará—.

El santuario permaneció en perfecto equilibrio, como una espada clavada en el punto exacto donde convergen pasado y futuro. No tenía habitantes aún, ni historias que contar. Pero en su silencio sagrado, guardaba la promesa de guardianes por venir y de un amanecer que aún no alboreaba.

La semilla estaba plantada. El suelo, preparado. Y cuando el reloj cósmico marcara la hora señalada, cuando las sombras del ayer necesitaran encontrarse con la luz del mañana, el santuario despertaría. No como tumba de lo perdido, sino como puente hacia lo que estaba por nacer.




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