El Olimpo ya no brillaba.
Lo que una vez fue un reino de esplendor eterno era ahora un paisaje de desolación. Las nubes, antes doradas por la luz divina, se habían convertido en un manto gris que sofocaba el cielo, como si el mundo mismo hubiera olvidado respirar. Las majestuosas columnas de mármol, que habían sostenido el hogar de los dioses, yacían quebradas y erosionadas, envueltas por hiedras oscuras que serpenteaban con un propósito casi maligno. Un viento helado recorría las ruinas, silbando entre los escombros y llevando consigo los ecos de voces inmortales, murmullos de gloria perdida y de promesas incumplidas.
En el corazón de este lugar devastado, donde antaño se alzaba el gran salón del trono, una figura emergía de las sombras como un presagio oscuro: Erebus, el dios primordial de la oscuridad. Su presencia era una grieta en la realidad, un vacío que absorbía la poca luz que osaba acercarse. Sus ojos, profundos y vacíos como los abismos, reflejaban un odio que había crecido durante eones de olvido. Las sombras danzaban a su alrededor, vivas y caprichosas, como si susurraran secretos prohibidos, promesas de destrucción.
—Ellos nos abandonaron —murmuró Erebus, su voz resonando como un trueno lejano, llena de gravedad y reproche—. Pero su legado aún persiste. Y con él, su condena.
Alzó una mano pálida y elegante, y del suelo roto emergió un orbe de luz tenue, temblorosa, como si luchara contra su voluntad de existir en aquel lugar. Dentro del orbe, fragmentos de un rostro humano destellaban: una joven de cabello oscuro, ojos insondables y un poder que aún no conocía. El orbe parpadeó, proyectando imágenes fugaces de tormentas, fuego y un trono vacío.
—Es cuestión de tiempo —continuó Erebus, con un destello de satisfacción en su mirada insondable—. La sangre que corre por sus venas será la clave para traer el fin. Y esta vez, ni los dioses ni los mortales podrán detenerme.
Con un movimiento brusco, cerró su puño, y la luz del orbe se extinguió al instante, devorada por la oscuridad que se arremolinaba a su alrededor.
Muy lejos de allí, en el mundo de los humanos, Cassandra Althea despertó sobresaltada. El sudor perlaba su frente, y su corazón martillaba en su pecho como si quisiera liberarse. Había soñado algo imposible: un trono vacío, un cielo desgarrado por tormentas interminables… y una sombra que la llamaba por su nombre. Su habitación estaba en silencio, pero un escalofrío recorrió su espalda al recordar la voz, profunda y ominosa, que parecía grabada en su mente.
“Ellos nos abandonaron… pero tú eres la clave.”
Cassandra cerró los ojos, tratando de calmarse, pero el eco de esas palabras seguía persiguiéndola. Sin saberlo, acababa de despertar algo que llevaba siglos esperando: el inicio del fin.
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Editado: 14.12.2024