El legado del olimpo

I

Mi vida antes de la librería no era particularmente diferente a la de cualquiera que se sintiera atrapado en una rutina monótona. Había crecido en una pequeña ciudad costera, rodeada de paisajes hermosos pero simples: acantilados grises, campos de trigo que ondeaban con el viento, y el sonido constante de las olas rompiendo contra las rocas. Mis padres, ambos profesores universitarios, vivían sumidos en sus libros y clases, sumergidos en mundos académicos que nunca llegué a comprender por completo. Nunca me faltó nada materialmente, pero siempre supe que algo faltaba, algo intangible que me hacía sentir desconectada del mundo que me rodeaba.

Recuerdo que desde pequeña sentí una atracción hacia los relatos fantásticos. No los cuentos de hadas, ni las historias sobre princesas o dragones, sino aquellos mitos oscuros, los relatos perdidos entre las páginas de libros antiguos que hablaban de dioses olvidados y fuerzas cósmicas que movían el universo. Mi madre solía reír cuando me veía con la cabeza metida entre viejos volúmenes de mitología griega, o leyendas que hablaban de monstruos y héroes cuyos nombres ya se habían desvanecido de la memoria popular.

A veces, mis sueños se llenaban de visiones extrañas: seres sombríos, montañas que se alzaban más allá del horizonte, y lugares que no existían en ningún mapa. Mis padres, tan racionales y prácticos, nunca le dieron importancia. A sus ojos, eran solo pesadillas infantiles. Pero para mí, algo en esos sueños me parecía profundamente real, como si estuviera siendo llamada por algo que no podía comprender.

A medida que pasaron los años, esa fascinación por lo inexplicable se transformó en una obsesión silenciosa. Durante la secundaria, empecé a pasar cada vez más tiempo en la biblioteca del colegio, buscando libros sobre mitología, religión antigua, ocultismo, incluso sobre el significado detrás de ciertos símbolos o rituales. Me apasionaba todo lo que estaba relacionado con el misterio de lo desconocido, lo que los seres humanos no podían controlar ni entender.

Al graduarme, no supe bien qué hacer. Mis padres querían que siguiera una carrera universitaria tradicional, algo que me asegurara un futuro “estable”. Pero mi corazón no se encontraba en esas opciones. La idea de vivir una vida común me parecía vacía, y mi intuición me susurraba que había algo más allá de lo que el mundo me ofrecía. Decidí ir en una dirección completamente diferente y, al poco tiempo, me mudé a una ciudad más grande, buscando algo que no podía definir con palabras. Fue entonces cuando encontré la librería.

Al principio, pensé que solo sería un trabajo temporal, una forma de ganarme la vida mientras buscaba algo más significativo. Pero al poco tiempo de entrar, supe que había encontrado mi lugar. El olor a papel antiguo y el suave crujir de las páginas me dieron una sensación de pertenencia que nunca había experimentado. Me convertí en la encargada de las colecciones más antiguas, esos libros que nadie más quería o que, de alguna forma, se consideraban obsoletos. Fue en esos estantes polvorientos donde encontré mi refugio.

Cada libro tenía una historia que contar, pero había algo peculiar en aquellos tomos que trataban sobre mitología, historia antigua, y el misterio de los dioses y el más allá. Me pasaba horas explorando esas páginas, sumergiéndome más y más en las historias de civilizaciones antiguas, de héroes que luchaban contra seres sobrenaturales y dioses que se mezclaban con los mortales. Sin embargo, a pesar de que la librería me ofrecía un mundo entero de conocimiento, la sensación de vacío seguía persistiéndome, como si algo estuviera por suceder, pero aún no sabía qué.

Era una tarde gris cuando todo cambió. Mientras hojeaba uno de esos libros polvorientos, algo atrapó mi atención: una referencia al Bosque de Dodona, un lugar del que había leído en las viejas historias sobre los oráculos y los secretos perdidos. Según la leyenda, Dodona era un bosque en el que los árboles, en especial un tipo de roble, podían hablar con la voz de los dioses. Según las historias, el gran oráculo de Dodona, dedicado a Zeus, había sido uno de los más importantes de la antigua Grecia. Pero lo que más me fascinaba no era el oráculo, sino la atmósfera misma del lugar: ese bosque lleno de secretos, misterios y presencias oscuras que aún persistían en las leyendas.

Había algo perturbador en todo eso. No era solo la historia del oráculo lo que me atraía, sino una sensación inexplicable que me decía que el bosque de Dodona tenía alguna conexión con mi vida. Mientras pasaba las páginas, mi pulso se aceleraba y una extraña sensación de déjà vu se apoderaba de mí. ¿Por qué sentía que algo tan antiguo y lejano podía estar relacionado conmigo?

Al día siguiente, decidí ir a investigar. La librería estaba más tranquila de lo habitual, con pocos clientes que se aventuraban entre las estanterías en busca de lo que fuera que quisieran encontrar. No tenía idea de por qué sentía una necesidad tan urgente de ir al bosque, pero no podía ignorar la sensación. Sentía como si me estuvieran llamando, como si algo dentro de mí me impulsara a buscar ese lugar tan distante. Algo me decía que, de alguna manera, mi vida estaba a punto de cambiar.

El ambiente parecía transformarse a medida que me adentraba más en el bosque. Los árboles eran más grandes, sus troncos más oscuros, y las sombras parecían alargarse de forma extraña. Cada sonido en el aire, cada crujido en las ramas, hacía que mi piel se erizara, pero al mismo tiempo, una extraña sensación de familiaridad me envolvía, como si ya hubiera estado allí antes, como si ya conociera el camino.

La niebla comenzó a rodearme, levantándose del suelo como una cortina espesa, cubriéndolo todo. Cuando de repente, algo brilló a lo lejos, como una chispa de luz en medio de la oscuridad. Mi corazón dio un vuelco y, sin pensar en nada más, comencé a caminar hacia allí.

Fue entonces cuando lo vi.




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