El viento silbaba entre los muros de piedra del pequeño poblado donde Anaya había pasado toda su vida. Una aldea sin nombre en los bordes de un imperio que ni siquiera se molestaba en reclamarla. Casas de barro y piedra, calles polvorientas y faroles que titilaban con una luz tenue, como si la oscuridad los devorara poco a poco. La noche había caído sobre el mundo, y con ella, el peso de un destino que la joven aún desconocía.
Anaya caminaba por los callejones estrechos, envuelta en una capa gastada que apenas la protegía del frío. No era particularmente alta ni robusta, pero había algo en su presencia que la hacía destacar. Sus ojos, de un ámbar profundo, parecían contener llamas en su interior cuando la luz los tocaba. Su cabello negro ondeaba al compás del viento, y sus manos, a pesar de su aparente delicadeza, eran fuertes y firmes, curtidas por el trabajo diario en los campos.
Desde que tenía memoria, había sentido que no encajaba. Era más rápida que los demás niños, más fuerte, más resistente. Nunca enfermaba, nunca sentía fatiga como los demás. Su madre adoptiva, una anciana llamada Sahana, solía decir que era un regalo de los dioses. Pero Anaya sentía que era más bien una maldición. Un secreto que nadie debía descubrir.
Esa noche, los sueños volvieron.
Desde hacía meses, imágenes borrosas asaltaban su mente cuando dormía. Destellos de una mujer de cabello oscuro, su mirada encendida de furia y dolor. Gritos, sangre, un resplandor dorado. Y luego, silencio. Despertaba siempre con el corazón latiendo desbocado y una sensación de vacío en el pecho, como si hubiera perdido algo sin saber qué era. Sahana decía que eran solo pesadillas, pero Anaya sabía que eran más que eso.
Se detuvo junto al pozo del pueblo y miró su reflejo en el agua turbia. Por un momento, creyó ver otra cara en la superficie: la de la mujer de sus sueños. Parpadeó y la imagen desapareció, dejando solo su propio rostro confundido. Sus dedos temblaban cuando los acercó al agua.
—¿Quién eres? —susurró.
El silencio fue su única respuesta.
Los murmullos de los aldeanos la distrajeron. Un grupo de hombres y mujeres se reunían en la plaza central, sus voces bajas pero cargadas de tensión. Anaya se acercó, manteniéndose en las sombras. No le gustaba llamar la atención, pero la preocupación en sus rostros la intrigó.
—Otro pueblo ha caído —decía un hombre de barba gris y ropa raída—. Nadie sobrevivió.
—¿Crees que vendrán aquí? —preguntó una mujer con un niño en brazos.
—Es solo cuestión de tiempo —intervino otro—. Dicen que buscan algo… o alguien.
Anaya sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Había oído rumores de ataques, pero nunca tan cerca. La guerra no era algo nuevo en el mundo, pero esto era diferente. No eran ejércitos que luchaban por territorio o riquezas. Eran sombras que arrasaban aldeas enteras sin dejar rastro de vida.
Una sensación extraña la invadió, como si algo invisible tirara de su interior, una advertencia que no entendía pero que no podía ignorar.
Esa noche, cuando regresó a su humilde hogar, encontró a Sahana sentada junto al fuego. La anciana la miró con una mezcla de cariño y tristeza, como si supiera algo que Anaya no.
—Te vi en la plaza —dijo la mujer—. Sabes que no debes involucrarte en esas cosas.
—No puedo ignorarlo —replicó Anaya, sentándose frente a ella—. Algo se acerca. Lo siento.
Sahana suspiró y desvió la mirada hacia las llamas. Durante años, había protegido a la niña, ocultándola del mundo, esperando que su pasado nunca la alcanzara. Pero la verdad era como el fuego: tarde o temprano, encontraba la manera de salir a la superficie.
—Escúchame bien, Anaya —dijo con voz seria—. Si alguna vez tienes que huir, no mires atrás. No confíes en nadie. Y sobre todo… nunca dejes que sepan quién eres.
Anaya sintió que un peso invisible caía sobre sus hombros.
—¿Quién soy, Sahana?
La anciana vaciló, pero antes de que pudiera responder, un estruendo sacudió la aldea. Gritos. El resplandor del fuego iluminó la ventana. Anaya se puso de pie de un salto, su corazón latiendo con fuerza.
El destino la había encontrado.
Fin del Capítulo 1.