Y entonces, la luna vuelve.
Sin advertencia. Como si nada hubiera pasado.
Su luz reaparece, pálida. Casi normal.
Pero yo ya no lo estoy.
El temblor en los brazos no cede. Las piernas siguen débiles, como si el suelo pudiera ceder si dejo de resistir. Me dejo caer sin oponer fuerza. El frío de la madera me atraviesa, pero al menos es real. Me centra.
Cierro los ojos. Inhalo. Exhalo. Cada respiración cuesta, como si tuviera que recuperar el control desde cero. Poco a poco, el pecho se estabiliza. El corazón retoma su ritmo. Los dedos dejan de temblar.
Pero la sensación no se va.
Esa que se pegó a mi piel como si siempre hubiera estado ahí.
Abro los ojos.
La luna brilla tranquila. Intacta. Como si no acabara de desaparecer.
Como si no me hubiera...
No termino el pensamiento. Me obligo a moverme.
Agarro el borde de la ventana. El cuerpo pesa, pero me obligo a incorporarme. Apoyo la frente en el vidrio helado. Afuera, todo se ve como siempre. Las luces. Las casas. El silencio.
Todo igual.
Menos yo.
Trago saliva. La garganta arde.
"Tal vez me estoy volviendo loca." Ya me lo he dicho antes. Pero esta vez no suena como una broma. Suena como una posibilidad real.
Y entonces la veo.
Una luz. En el puente.
Fija. Blanca. Inmóvil.
—¿Qué...? —susurro.
Me separo del vidrio, alerta. No es una farola. No es un reflejo. Hay algo raro en esa quietud.
Ahí nunca ha habido una luz así.
Camino unos pasos dentro del cuarto, como si eso ayudara a borrar la imagen. Pero no lo hace.
—No puede ser...
Vuelvo a mirar.
Sigue ahí. Igual de brillante. Igual de ajena.
Un nudo se me forma en el estómago. El cuerpo reacciona antes que la mente.
Aprieto los dientes.
—¿Qué clase de mierda es esta...? —susurro.
No tengo respuestas. Solo esa certeza incómoda de que no es normal. Que no pertenece a este mundo.
Tomo la chaqueta, los primeros zapatos que encuentro. Bajo sin hacer ruido.
Mamá debe estar dormida. No quiero preocuparla. Ni siquiera estoy segura de cómo podría explicarle esto.
Abro la puerta. El frío me golpea. Camino. Rápido.
Las calles están vacías. El aire pesa distinto.
Llego al puente.
La luz está ahí.
No cuelga de nada. No proviene de ningún lugar.
Envuelve una figura de pie, justo al borde.
Alta. Silenciosa.
La luz no lo ilumina. Lo rodea. Como si saliera de él.
No sé qué esperaba ver.
Pero no era esto.
Me detengo de golpe. Los dedos se tensan dentro de los bolsillos. El pecho se cierra.
—¿Hola...? —pregunto, y mi voz suena más baja de lo que pensaba. No hay firmeza en ella, solo una mezcla de nervio y desconcierto.
La figura no se mueve.
—¿Está todo bien? —intento otra vez, dando un paso que cruje bajo mi suela. Me acerco apenas.
Y entonces, se gira.
Mi cuerpo reacciona al instante. La tensión me atraviesa como un reflejo.
No alcanzo a ver su rostro. Algo en su presencia distorsiona la forma en que mis ojos lo enfocan, como si el aire a su alrededor no obedeciera las mismas reglas. Es alto. La capa oscura que lo cubre se agita apenas, como si el viento le obedeciera. No parece de este mundo.
Pero lo que me inmoviliza no es su ropa. Es él.
Esa energía extraña. Silenciosa. Constante. No impone. Pero se siente. Como si todo lo que hay alrededor girara en torno a su existencia.
Entonces levanta una mano.
No para saludar. Tampoco para atacarme.
Solo se lleva un dedo a los labios como diciendo "silencio".
Un gesto simple.
Pero algo en ese movimiento me atraviesa. No es una advertencia. Es una orden. Silenciosa. Innegociable.
Y justo ahí, el aire empieza a romperse.
Al principio es apenas un murmullo, lejano, sin forma. Como un pensamiento que no me pertenece.
Después se vuelve más denso. Más fuerte.
Un susurro que se multiplica. No viene de ninguna parte, pero está en todas. Vibra en el aire, como si este hablara. Las palabras —si lo son— se arrastran por mi piel, me raspan el interior. No entiendo qué dicen, pero el cuerpo sí. Lo siente.
Llevo las manos a los oídos.
Presiono.
No sirve.
El sonido no entra por ahí.
Está dentro.
En el pecho. En la garganta. En la nuca.
Un eco que no debería existir.
No es un idioma.
Es un lamento.
Antiguo. Vivo. Crudo.
Como si algo tratara de abrirse paso desde otro lugar.
—Basta... —susurro, pero no sé si lo digo en voz alta. No sé si estoy hablando o pensando. El temblor en mis rodillas me dice que mi cuerpo ya no entiende la diferencia.
—Basta... —susurro, pero no sé si lo digo o solo lo pienso. El temblor en mis rodillas me confirma que ya no hay diferencia.
Y de golpe, el mundo se silencia.
Todo se apaga. El aire, el eco, el tiempo.
Sigo con las manos en los oídos, tensa, como si el ruido todavía pudiera volver. Mi respiración es errática. El corazón late con fuerza, pero el resto del cuerpo está inmóvil.
Abro los ojos.
La figura ya no está.
El puente quedó vacío. Como si nunca hubiera habido nada.
Me tambaleo. Me agarro de la baranda con una mano. Necesito tocar algo. Sentir que esto sigue siendo real.
Pero no lo siento igual.
El aire es distinto. Hay un peso sutil, casi imperceptible, que no estaba antes. Una quietud antinatural, como si el mundo se hubiera desajustado apenas un milímetro.
Me obligo a dar media vuelta.
Camino.
Después corro.
Las luces se vuelven borrosas. Las calles parecen más largas. Todo está donde debe, pero no parece el mismo lugar. Cada paso es un esfuerzo, pero no me detengo.
Cuando llego a casa, mis dedos apenas aciertan con la llave. La puerta se abre con un clic demasiado nítido. La cierro de golpe. No lo pienso.
Apoyo la espalda contra la madera.
Editado: 14.09.2025