El frío en el claro se siente más real ahora que Aiden se ha ido. La brisa helada roza mi piel como si intentara sacarme de lo que acabo de vivir.
Sigo quieta, con la mirada fija en la luna, brillante y alta.
Las hojas suspendidas, el aire detenido, la calma de Aiden...
Cierro los ojos y respiro hondo.
No quiero pensar, solo sentir, como él dijo.
Inhalo de nuevo. El viento me envuelve, la maleza se mueve con suavidad, y el suelo está firme bajo mis pies.
Pero no pasa nada.
Todo sigue igual.
Frunzo el ceño. ¿Qué cambió antes? ¿Por qué con él y no ahora? ¿Qué se supone que fue eso?
Me abrazo, frotándome los brazos para entrar en calor, y suelto una risa seca. Es absurdo.
¿Por qué me afecta tanto?
Saco aire despacio. Aiden sabe algo. Y yo también necesito saberlo.
No conseguiré respuestas aquí. Es hora de volver a casa.
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Entro y cierro la puerta con cuidado. El clic del cerrojo me da un respiro breve. Me quito la chaqueta, la cuelgo, y el calor de la casa alivia apenas la tensión.
Voy a la sala, buscando a mamá. Necesito algo que me ancle.
Está en su sillón, con un libro abierto y una taza de té olvidada en la mesa. La lámpara proyecta una luz cálida. No esperaba encontrarla despierta.
—Llegaste tarde —dice sin apartar la vista del libro. No hay reproche en su voz, solo un deje de curiosidad.
—Salí a despejarme un poco —respondo, intentando sonar casual, aunque el cansancio y algo más se filtran inevitablemente en mi tono.
Ella levanta la mirada. Sus ojos recorren mi rostro con esa mezcla suya de ternura y análisis. Me conoce demasiado bien para que mis respuestas vagas la engañen.
—Ven —dice, dando una pequeña palmada en el sofá junto a ella.
Dudo apenas un segundo, luego camino hacia ella y me dejo caer en el asiento. El silencio se instala entre nosotras. Mi madre cierra el libro con un gesto pausado y lo deja a un lado, dedicándome toda su atención.
—¿Quieres hablar de algo?
Miro mis manos, entrelazando los dedos sin darme cuenta. Hay tanto que podría decirle: la confusión, las cosas extrañas que he visto, la sensación constante de estar a punto de descubrir algo que cambiará todo.
Pero lo único que logro decir es:
—No lo sé.
Ella ladea la cabeza ligeramente, sin apresurarme.
—Últimamente te noto distinta —comenta—. Pareces distraída, como si tuvieras mil cosas en la cabeza.
Aprieto los labios.
Tiene razón.
—Supongo que... me siento rara. Como si todo a mi alrededor estuviera cambiando y yo apenas lo noto —murmuro.
Ella asiente, como si entendiera más de lo que yo misma alcanzo a decir.
—A veces pasa —dice, apoyando un codo en el reposabrazos del sillón—. Crecemos, el mundo se mueve, y de pronto sentimos que ya no encajamos donde antes todo parecía claro.
Sus palabras me calman, aunque sé que lo mío es distinto. Más grande. Inexplicable.
Mamá sonríe, de esa forma suya de hacerme creer que todo estará bien.
—Cuando tenía tu edad —continúa— también sentía que el mundo se me deslizaba entre los dedos. Como si la vida cambiara de forma sin avisar.
La miro de reojo, sorprendida. Nunca me había preguntado cómo había sido ella a mi edad.
—¿Y qué hiciste?
Ella suspira, cruzando las piernas con lentitud.
—Nada. Dejé que la sensación viniera... y que se fuera. No todo necesita una respuesta inmediata.
Asiento, aunque no estoy segura de que mi situación pueda resolverse tan simple.
Ella se incorpora con suavidad.
—¿Tienes hambre?
La pregunta me saca una sonrisa, pequeña, inesperada.
—Un poco —admito.
—Vamos —dice, con esa energía ligera que siempre sabe usar cuando ve que la necesito.
Nos dirigimos a la cocina. Mamá empieza a sacar cosas de la nevera mientras yo busco platos en los estantes, moviéndonos en una rutina silenciosa que no necesita instrucciones.
—¿Sándwiches? —pregunta, levantando dos rebanadas de pan.
—Perfecto.
Me concentro en untar mantequilla mientras ella corta tomates con precisión tranquila.
—¿Sabías que de pequeña insistías en cocinar sola? —dice de pronto, con una sonrisa traviesa.
Alzo una ceja.
—¿En serio?
—Terrible cocinera, pero testaruda como tú sola —se ríe, negando con la cabeza.
Finjo indignación, aunque no puedo evitar sonreír.
—Determinada. Esa es la palabra que prefiero.
—Ajá, claro —murmura ella, divertida.
El ambiente se aligera con cada pequeño gesto. Preparamos los sándwiches y nos sentamos, compartiendo un silencio cómodo.
Mientras como, levanto la vista; mamá me observa, tranquila, presente.
—Gracias, mamá —murmuro de repente.
Ella arquea una ceja.
—¿Por qué?
Me encojo de hombros, sintiendo una calidez extraña en el pecho.
—Por estar aquí.
Helen solo sonríe. No dice más. No hace falta.
Después de cenar, subo con pasos lentos, como si el simple acto de subir pudiera contener el caos que llevo dentro.
Por un momento, todo parece en su sitio.
No entiendo lo que está pasando ni qué papel tiene Aiden en esto, pero esta noche no quiero respuestas.
El silencio basta.
Me meto en la cama, llevo las sábanas hasta mi pecho. El cuarto está oscuro, salvo por el resplandor tenue de la lámpara de la calle que se cuela por la ventana entreabierta.
Cierro los ojos. Respiro hondo, intentando engañar a la mente, darle unas horas de tregua.
Quizá mañana todo encaje.
O no.
Pero esta vez no lucho contra el cansancio. Me dejo arrastrar, despacio, sin resistirme.
Primero, oscuridad. Un espacio sin forma ni tiempo.
Luego, los destellos.
Ráfagas de luz blanca cruzan mi visión como relámpagos atrapados en la nada. Iluminan escenas fugaces:
Una silueta a lo lejos, de espaldas.
La luna, enorme y cercana, dominando el horizonte.
Editado: 14.09.2025