El frío de la noche es más intenso en el claro. No lo había notado antes, no hasta ahora que Aiden se ha ido y la brisa helada roza mi piel como si intentara arrancarme del momento.
Sigo de pie, sin moverme, con la mirada fija en el cielo. La luna está en lo alto, inmensa y brillante, como si me devolviera la mirada.
Intento procesar lo que acaba de pasar.
Las hojas flotando, la forma en la que el aire pareció detenerse, la calma absoluta de Aiden. No reaccionó con sorpresa, ni con miedo. Simplemente observó, como si todo esto fuera algo que ya esperaba. Como si él hubiera estado esperando verlo en mí.
Cierro los ojos y exhalo, tratando de despejar mi mente.
No quiero pensar demasiado, solo sentir, como él dijo.
Me obligo a respirar profundo, a dejar que la brisa me envuelva. Intento no concentrarme en nada en específico, sino en la sensación de estar aquí, en este momento.
Pero no pasa nada.
El viento sigue su curso normal, la maleza se agita suavemente a mi alrededor y el suelo sigue firme bajo mis pies. No hay nada.
La frustración me invade.
¿Qué fue lo que pasó antes? ¿Por qué sucedió justo cuando Aiden estaba allí? ¿Cómo es posible que, cuando estoy sola, todo parezca tan... normal?
Abro los ojos de golpe.
No sé qué esperaba, pero la decepción es instantánea.
Me abrazo a mí misma, frotándome los brazos para entrar en calor, y suelto una risa corta, amarga. Es ridículo.
¿Por qué estoy tan afectada? Esto no tiene sentido.
Cierro los ojos, tratando de calmarme. Él sabe algo, y necesito saberlo también.
No conseguiré respuestas aquí. Es hora de volver a casa.
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Cuando entro en casa, el silencio me envuelve de inmediato.
Cierro la puerta con cuidado, dejando que el sonido suave del cerrojo me dé una fugaz sensación de seguridad. Me quito la chaqueta y la cuelgo en su lugar, sintiendo cómo la calidez del interior me alivia apenas un poco, pero sin lograr que la inquietud se disipe del todo.
Camino directo hacia la sala, siguiendo el impulso de ver a mi madre, de encontrar una señal de normalidad.
Está ahí.
Sentada en su sillón favorito, con un libro abierto sobre las piernas y una taza de té olvidada en la mesita a su lado. La luz de la lámpara tiñe todo con un tono cálido, familiar. No esperaba encontrarla despierta a esta hora.
—Llegaste tarde —dice sin apartar la vista del libro. No hay reproche en su voz, solo un deje de curiosidad.
—Salí a despejarme un poco —respondo, intentando sonar casual, aunque el cansancio y algo más se filtran inevitablemente en mi tono.
Ella levanta la mirada. Sus ojos recorren mi rostro con esa mezcla suya de ternura y análisis. Me conoce demasiado bien para que mis respuestas vagas la engañen.
—Ven —dice, dando una pequeña palmada en el sofá junto a ella.
Dudo apenas un segundo, luego camino hacia ella y me dejo caer en el asiento. El silencio se instala entre nosotras, cómodo pero expectante. Mi madre cierra el libro con un gesto pausado y lo deja a un lado, dedicándome toda su atención.
—¿Quieres hablar de algo?
Miro mis manos, entrelazando los dedos sin darme cuenta. Las palabras se amontonan en mi garganta, pero ninguna encuentra salida. Hay tanto que podría decirle: la confusión, las cosas extrañas que he visto, la sensación constante de estar a punto de descubrir algo que cambiará todo.
Pero lo único que logro decir es:
—No lo sé.
Ella ladea la cabeza ligeramente, sin apresurarme.
—Últimamente te noto distinta —comenta—. No pareces molesta... más bien, distraída, como si tuvieras mil cosas en la cabeza.
Aprieto los labios.
Tiene razón.
—Supongo que... me siento rara. Como si todo a mi alrededor estuviera cambiando y yo apenas lo noto —murmuro.
Ella asiente, como si entendiera más de lo que yo misma alcanzo a decir.
—A veces pasa —dice, apoyando un codo en el reposabrazos del sillón—. Crecemos, el mundo se mueve, y de pronto sentimos que ya no encajamos donde antes todo parecía claro.
Sus palabras me calman un poco, aunque en el fondo sé que lo que me pasa es distinto. Es más grande, más denso, más... imposible de explicar.
Mamá sonríe apenas, esa sonrisa suya que siempre me ha hecho sentir que, pase lo que pase, todo estará bien.
—Cuando tenía tu edad —continúa— también sentía que el mundo se me deslizaba entre los dedos. Como si la vida cambiara de forma sin avisar.
La miro de reojo, sorprendida. Nunca me había preguntado cómo había sido ella a mi edad.
—¿Y qué hiciste?
Ella suspira, cruzando las piernas con lentitud.
—Nada demasiado heroico. Dejé que la sensación viniera... y que se fuera. No todo necesita una respuesta inmediata.
Asiento, aunque no estoy segura de que mi situación pueda resolverse tan simple. Aun así, escucharla me da una paz extraña, como si me anclara un poco.
Ella se incorpora con suavidad.
—¿Tienes hambre?
La pregunta me saca una sonrisa, pequeña, inesperada.
—Un poco —admito.
—Vamos —dice, con esa energía ligera que siempre sabe usar cuando ve que la necesito.
Nos dirigimos a la cocina. Mamá empieza a sacar cosas de la nevera mientras yo busco platos en los estantes, moviéndonos en una rutina silenciosa que no necesita instrucciones.
—¿Sándwiches? —pregunta, levantando dos rebanadas de pan.
—Perfecto.
Me concentro en untar mantequilla mientras ella corta tomates con precisión tranquila.
—¿Sabías que de pequeña insistías en cocinar sola? —dice de pronto, con una sonrisa traviesa.
Alzo una ceja.
—¿En serio?
—Terrible cocinera, pero testaruda como tú sola —se ríe, negando con la cabeza.
Finjo indignación, aunque no puedo evitar sonreír.
—Determinada. Esa es la palabra que prefiero.
—Ajá, claro —murmura ella, divertida.
El ambiente se siente más ligero, como si cada gesto pequeño borrara un poco del peso que cargo.
Editado: 15.05.2025