Camino hacia la puerta y bajo las escaleras. Los peldaños crujen bajo mi peso, el sonido rebota en el silencio adormecido de la casa.
En la cocina flota el aroma denso del café. Mamá hojea una revista; levanta la mirada cuando entro.
—Buenos días.
—Buenos días —respondo mientras sirvo café. El primer sorbo raspa la garganta. Me despierta un poco.
Miro el reloj.
—Lukas me espera.
Mamá asiente, sin apartar la vista. Me cuelgo la mochila y salgo.
El aire helado me golpea de frente. Me hundo las manos en los bolsillos mientras el viento arrastra hojas secas en remolinos.
Lukas está recostado en la reja, girando una piedra entre los dedos. Sonríe al verme.
—Hoffmann. Justo a tiempo para salvarme de morirme de aburrimiento.
—Es lunes. Bastante logro con seguir de pie.
Levanta las cejas, fingiendo dramatismo.
—Precisamente. Hoy esperaba café. O al menos algún chisme bueno. Pero vienes con las manos vacías.
—Nada de nada.
Sus ojos me examinan un instante, notando algo más.
—Otra noche mala.
Asiento, sin decir nada.
Avanzamos. El crujido de la gravilla acompaña nuestros pasos. Lukas ladea la cabeza, esperando que suelte algo más, pero lo dejo en el aire.
El timbre nos empuja hacia adentro.
Me deslizo en el asiento junto a Sophie. Los murmullos de los compañeros forman un fondo difuso mientras el profesor enumera fechas como si las estuviera recitando de memoria.
—¿Siempre te ves así los lunes? —susurra, sin apartar la mirada de su cuaderno.
—Tengo mis razones —respondo en un suspiro.
Alza una ceja sin mover la vista.
—Eso no responde nada.
Bajo la mirada y garabateo líneas en el margen, pensando en el claro con Aiden, la casa de mi abuela… y el cuaderno.
—Oye… ¿Tú crees que hay cosas en la historia que la gente ha olvidado?
—La historia está llena de eso. Civilizaciones perdieron conocimientos: medicina, símbolos, técnicas que hoy ni sabemos replicar —gira el bolígrafo entre los dedos con esa precisión suya—. ¿Por qué lo preguntas?
Trazo líneas torcidas. Sophie me observa de reojo, esperando. Finalmente deslizo la hoja hacia ella.
Ella recorre los símbolos, deslizando el dedo sobre uno de ellos.
—Tiene algo de latín, pero estos trazos no encajan —dice en voz baja.
—Algunas partes. Pero hay fragmentos que no sé ni qué idioma son.
Frunce el ceño y aprieta los labios.
—Este símbolo… no lo reconozco, pero me recuerda a ciertos grabados medievales —dice, interesada—. ¿Dónde lo encontraste?
—En casa de mi abuela.
Levanta la vista, sosteniéndome la mirada unos segundos.
—Si quieres, puedo revisarlo después.
—Gracias —murmuro. Ella asiente con un pequeño gesto justo cuando suena el timbre.
En el comedor, el aire está cargado de olor a grasa recalentada. Las luces vacilan un instante. Lukas protesta por el precio del jugo; Lena lo calla sin apartar los ojos del teléfono.
Nos sentamos. Jonás sigue obsesionado con su canción. Sophie hojea su libro, ensimismada. Pero en mi nuca empieza a crecer esa presión sorda.
Alzo la vista.
Lo veo. Es Aiden. Todo está igual. Pero mientras lo observo, algo me incomoda: una presión sorda en el pecho, como si algo no terminara de encajar. Aparto la mirada. Cuando vuelvo a mirar, ya no está.
El aire se espesa. Los murmullos bajan de golpe, como si alguien hubiera cerrado una puerta.
La cucharilla sobre la bandeja tiembla un segundo.
Trago saliva. La garganta tirita.
—¿Viste eso? —pregunta en un susurro, como si no supiera si decirlo en voz alta.
—Sí —respondo con un hilo de voz.
El zumbido en los oídos se va disipando. El comedor retoma su ritmo. Sophie nos observa con el ceño levemente fruncido.
Terminamos de comer. Lukas camina conmigo mientras los demás se dispersan. Subimos las escaleras, esquivando estudiantes.
En historia, el profesor recita fechas. Lukas se deja caer junto a la ventana.
Intento enfocarme, pero la sensación de la cafetería sigue pegada a la piel.
Lukas desliza una nota hasta mi cuaderno. La abro disimuladamente.
“Si me duermo, sacame del coma antes de que me pregunten algo.”
Muerdo el labio para contener la risa.
Finalmente suena la campana.
—¿Plan para la tarde? —pregunta Lukas, estirándose.
—Voy a la biblioteca. Necesito despejarme.
Me observa un instante más, pero asiente.
—Nos vemos mañana, Hoffmann —dice, golpeándome el hombro antes de alejarse.
Camino por el pasillo lateral, dejando el bullicio atrás.
La biblioteca respira ese silencio espeso que traga el sonido de los pasos. Las lámparas zumban levemente. Avanzo entre los estantes. Los dedos rozan los lomos de los libros. No busco nada, solo intento despejarme.
Un cosquilleo me sube por la nuca. Giro apenas la cabeza.
Nada.
Al rato, regreso a la salida. Sonrío brevemente a la bibliotecaria al pasar.
Afuera, el cielo se tiñe de naranja. Al llegar a casa, el aire cálido me recibe como un refugio.
Desde la cocina, el golpeteo de la cuchara marca un ritmo constante.
—Justo a tiempo —dice mamá sin girarse.
—¿Qué hay?
—Sopa de calabaza.
—Obvio —murmuro. Es casi una ley no escrita en esta casa cuando el otoño aprieta.
Subo a mi cuarto. La mochila resbala y golpea el borde del escritorio.
Abro el cajón. Ahí está el libro. La raíz de esta ansiedad.
Me siento. Lo saco despacio, paso los dedos por la tapa de cuero. El corazón me golpea el pecho.
Mientras avanzo en la lectura, el aire se agita levemente. Las páginas tiemblan bajo mis manos, como si el aire se moviera entre ellas. El zumbido en mis oídos sube, envolviendo la habitación. Respiro hondo, pero el aire parece más espeso.
Las paredes vibran apenas, como si la casa entera contuviera la respiración.
Mis dedos hormiguean sobre el papel. La tensión sube por los brazos. Un susurro apenas roza mis oídos, como una voz lejana que no logro entender.
Editado: 14.09.2025