El silencio en mi habitación es total. Solo el latido de mi corazón y el leve murmullo de mi respiración rompen la quietud.
Me levanto despacio, sintiendo el cuerpo más ligero. Camino al baño, aún atrapada en el letargo matutino.
Cuando levanto la vista al espejo, algo me hace detenerme.
Mis ojos.
No son los mismos. El color miel habitual parece más claro, con un reflejo plateado que parpadea bajo la luz. Me acerco, examinándolos con más cuidado.
Frunzo el ceño, intentando entender ese cambio. Paso los dedos bajo los ojos, como si al tocarme pudiera confirmar lo que veo.
No es solo el color. Todo mi reflejo parece diferente. Hay algo en mi postura, más firme, más erguida. Como si mi cuerpo se moviera de una forma distinta, más equilibrada.
No sé por qué ha cambiado, pero la certeza se instala en mi pecho: ya no soy exactamente la misma.
Me aparto del espejo, dejando que el agua fría en mi rostro termine de despertarme. No es el momento de pensar en eso.
Solo necesito seguir adelante.
El aire fresco de la mañana me envuelve al salir de casa. El cielo está despejado y el sol apenas calienta mi piel. Necesito moverme. No puedo quedarme encerrada después de lo que vi en el espejo.
Camino sin rumbo, dejando que mis pasos me lleven al centro de la ciudad. Las calles están tranquilas, pero llenas de vida. Grupos de personas entran y salen de cafeterías, otros hablan por teléfono mientras avanzan sin mirar alrededor. Me pierdo en el bullicio, dejando que el sonido constante me envuelva.
Siento que algo de la tensión en mis hombros se disipa mientras camino. La normalidad del entorno contrasta con el caos que siento por dentro.
De pronto, una voz conocida interrumpe mis pensamientos.
—No esperaba encontrarte sola un sábado.
Me detengo y giro. Ashton está ahí, relajado, las manos en los bolsillos, observándome con esa mezcla de interés y diversión que parece reservada solo para mí. Su cabello negro brilla bajo el sol, dándole un aire distinto al que solía tener.
—Podría decir lo mismo de ti —respondo, cruzándome de brazos.
Su sonrisa se curva ligeramente.
—Tienes razón. Pero yo nunca estoy realmente solo.
Algo en su tono me hace arquear una ceja.
—¿Y eso qué significa?
Da un paso más cerca, sin perder su aire despreocupado.
—Que siempre sé dónde encontrar lo que busco.
No aparto la mirada, aunque algo en su tono me hace tensarme.
—¿Y qué estás buscando?
Su sonrisa se ensancha apenas.
—Eso depende. ¿Vas a darme una razón para quedarme?
Frunzo el ceño.
—Si necesitas una razón, tal vez deberías seguir caminando.
Ashton suelta una risa baja, como si disfrutara del desafío.
—Siempre con respuestas afiladas —comenta, divertido.
Ruedo los ojos y retomo el paso, sin esperar a ver si me sigue. Pero lo hace, sin prisa, manteniendo el ritmo. No insiste en hablar, pero su presencia se siente constante a mi lado.
Al pasar frente a una cafetería, Ashton la señala con un gesto despreocupado.
—¿Vamos?
Lo miro de reojo.
—¿Tienes una obsesión con el café o qué?
Él sonríe.
—Digamos que las mejores conversaciones ocurren con una taza de café de por medio.
Algo en su tono me saca una risa breve.
—¿Y quién decidió eso? ¿Tú?
—Obviamente.
Sacudo la cabeza, pero el tirón de diversión es inevitable.
Podría decirle que no.
Pero no lo hago.
Ashton sostiene la puerta abierta cuando entramos en la cafetería. El ambiente nos envuelve: murmullos, el zumbido de la máquina de espresso, el repiqueteo de tazas. Nos sentamos junto a la ventana.
Ashton pide un café negro. Yo, un capuchino.
El aroma cálido del café se mezcla con la luz del sol que entra por el cristal.
Él me observa con más detenimiento, pero no de una manera incómoda. Es una mirada que parece buscar algo más allá de lo evidente.
—Te ves diferente —dice al fin.
No lo dice como una pregunta, sino como un hecho.
No miento.
—Lo sé.
Ashton apoya el brazo en la mesa, aún sin quitarme la vista de encima.
—¿Cómo estás manejando todo esto? —pregunta, su voz más baja.
La sinceridad en su tono me toma por sorpresa.
—No lo sé —admito—. A veces parece que estoy avanzando, otras veces siento que me estoy hundiendo.
Ashton asiente despacio, como si estuviera procesando cada palabra.
—Lo estás haciendo mejor de lo que crees —dice.
Lo miro con escepticismo.
—¿En serio? ¿Y cómo lo sabes?
Él sonríe, pero es una sonrisa distinta a las habituales, menos arrogante.
—Porque no te estás deteniendo. A pesar de todo, sigues adelante. Eso ya es suficiente.
No sé qué responder a eso. Parte de mí quiere cuestionarlo, pero otra parte... entiende.
Ashton juega con el borde de su taza, mirando el líquido oscuro antes de volver a hablar.
—No sé lo que está pasando contigo —admite—. Pero si te sirve de algo... yo tampoco entiendo lo que está pasando conmigo.
Su confesión me toma desprevenida.
—¿Contigo?
—Sí. Todo ha cambiado. Tú, Aiden... incluso yo mismo. No sé si lo estoy manejando bien.
Es raro escuchar a Ashton hablar así, sin rodeos ni juegos.
—¿Por qué me dices esto? —pregunto, tratando de descifrarlo.
—Porque parece que todos esperan que tengamos respuestas. Que sepamos exactamente qué hacer o cómo actuar. Pero a veces... no las tenemos.
Eso resuena más de lo que debería.
—No pensé que tú también sintieras eso —admito.
Ashton suelta una risa suave.
—No soy tan distinto de ti como crees.
La confesión se cuela entre nosotros, dejando un vacío de palabras que se siente más cómodo que incómodo.
—Supongo que no es tan malo no tener todas las respuestas —digo al final.
—Supongo que no —responde, tomando un sorbo de su café.
El tiempo sigue corriendo mientras las palabras se diluyen en el ambiente del café. Por primera vez, el silencio con Ashton no pesa. No hay juegos, no hay provocación. Solo una extraña calma que hace que lo vea de otra manera.
Editado: 15.05.2025