El aroma del pan tostado llena la cocina cuando dejo el cuchillo en el fregadero. Me inclino para frotarme el cuello. La piel me arde, como si hubiera dormido con fiebre. Pero no es eso. Es otra cosa.
Me desperté agitada, con una energía rara desde que abrí los ojos. No es ansiedad ni cansancio. Es como si el cuerpo estuviera cargado por dentro.
Mastico el primer bocado mientras me hago un café. Intento pensar en otra cosa, pero no puedo. Aiden. Su forma de mirarme ayer. Lo que dijo, y lo que no. Por un momento creí que podríamos empezar de nuevo. O al menos, llevarnos mejor.
Lo vi más él. Sin tanta contención.
Y justo cuando pensé que algo podía cambiar, volvió a alejarse. No me sorprende, pero igual duele.
Ya nada se esconde. Ni lo que siento yo, ni lo que sienten ellos. Antes eran gestos, miradas, silencios. Ahora está todo dicho.
Hoy vuelvo a la universidad. La vida sigue, y no pienso quedarme quieta.
Falté unos días por lo del pie, pero ya pasó.
Volver no es el problema. Lo difícil es esta sensación de estar dividida. Como si tuviera que ser dos versiones de mí misma. Y cada vez cuesta más separarlas.
Escucho pasos en la sala.
—¿Ya desayunaste? —pregunta mamá, entrando con su taza en la mano.
—Casi.
Se queda quieta, mirándome desde la puerta. Tiene una ceja levantada, como si algo no terminara de cuadrarle.
—Elena... ¿tus ojos?
Levanto la mirada.
—¿Qué pasa con mis ojos?
Ella da un paso más, frunce el ceño. Me observa un segundo largo antes de responder.
—Están completamente grises.
Trago saliva sin disimular.
—Ah, eso... Son lentes de contacto. Me los compré hace unos días.
Me encojo de hombros, tratando de sonar casual.
—¿Te acuerdas que te dije que los tenía un poco raros últimamente? Leí por ahí que puede pasar con los cambios hormonales, y... no sé, me dio curiosidad ver cómo se me verían así. Grises del todo.
Mamá me sigue mirando, pero no dice nada. Asiente una vez, en silencio. No sé si me cree, o si simplemente prefiere no preguntar más mientras no parezca grave.
Termino el café sin apurarme. Me levanto, lavo la taza, dejo el plato en la encimera y agarro el bolso junto a las muletas.
—Ya vengo, me tengo que arreglar rápido —digo, subiendo las escaleras sin esperar respuesta.
Solo sigo avanzando, dejando que sus palabras se queden atrás de mi.
Subo al baño sin apurarme. Cierro con seguro, dejo el bolso sobre la tapa del inodoro y me acerco al espejo.
La luz blanca me da de lleno en la cara. No necesito acercarme. Ya no hay mezcla, ni duda.
Son grises. Completamente.
Grises intensos. Fríos. Como los de Aiden. Como los de Ashton.
No me asusto. Tampoco me sorprende tanto. Solo lo miro bien. Ya no se puede ocultar.
Respiro hondo, apago la luz y salgo.
Bajo las escaleras con cuidado, acomodándome la mochila al hombro. El vestido se mueve con cada paso. Es suelto, liviano, con flores pequeñas bordadas. Uno de esos que guardo para cuando quiero sentirme un poco más yo.
Escucho la puerta principal abrirse.
Helen está ahí, pero es Ashton quien está en la puerta, con una mano en el marco, como si acabara de tocar el timbre. Afuera, en la calle, está el carro de Aiden.
Ashton me mira sin decir nada.
—Aiden me dio el carro —explica, como si leyera mi cara—. Para que no vayas sola.
Asiento. Bajo el último escalón sin mirarlo.
Mamá le hace un gesto leve con la cabeza y se retira, dejándonos solos. Ashton no se mueve. Yo tampoco.
—¿Lista? —pregunta al fin.
—Sí.
Camino hacia él. Ashton abre la puerta del copiloto sin decir nada. Me acomodo despacio mientras él guarda las muletas atrás, luego sube y arranca el carro.
Ashton rompe el silencio primero.
—¿Dormiste algo?
—Un poco. ¿Y tú?
—Lo suficiente.
Después de eso vuelve a quedarse callado, pero esta vez me mira de reojo, sin vueltas.
—Ya son como los míos.
No hace falta que diga a qué se refiere. Sé que habla de mis ojos.
—Sí —respondo sin ganas de dar explicaciones.
Asiente, como si no necesitara más. El carro dobla en la última esquina y la universidad aparece frente a nosotros.
Cuando se detiene, Ashton apaga el motor y me lanza una mirada rápida.
—Voy a estar cerca —dice mientras se baja para ayudarme con las muletas.
Asiento sin decir nada. Me bajo, cierro la puerta y camino hacia la entrada.
No doy tres pasos cuando lo veo.
Lukas está apoyado contra una columna, junto al área de administración. Camiseta oscura, el cabello más desordenado de lo normal, y una expresión que no termino de descifrar.
Me ve y no aparta la mirada. Camina directo hacia mí.
—Hoffmann —saluda sin rodeos, mirándome fijo a los ojos.
No hace falta que diga nada más. Él ya lo notó.
Pero esta vez no hay burla, ni ironía. Solo una frase que deja caer con calma:
—Ahora sí te estás pareciendo a ellos.
Me detengo un segundo, sin bajar la vista.
Sonrío, apenas.
—Supongo que era cuestión de tiempo.
Él asiente, como si ya lo supiera. No dice nada más. Solo se aparta para dejarme pasar.
Sigo caminando.
Pero sé que esto ya no es solo parte del proceso. Es otra etapa. Otra versión de mí. Ahora se ve por fuera lo que ya venía cambiando por dentro.
La mañana avanza como puede. Las clases siguen. Las voces, las pantallas, los apuntes.
Me esfuerzo por estar presente, por seguir el ritmo. Algunos me miran más de la cuenta. No sé si es por las muletas, por los ojos, o por todo junto. No me detengo a pensarlo.
Cuando llega el receso, guardo mis cosas sin apuro. Estiro las piernas y salgo sola. El grupo está en la cafetería, pero no quiero ir todavía. Necesito un momento.
Camino hacia los jardines. Me alejo del ruido, del movimiento. La brisa es suave, pero la energía que siento por dentro sigue creciendo. Hay un cosquilleo en las manos que no se va.
Editado: 14.09.2025