Me quedo inmóvil. Siento un vacío repentino en el pecho, como si algo dentro se desplomara sin aviso. El teléfono sigue en mi mano, pero apenas lo noto.
Las palabras de mi madre siguen ahí, pero revueltas. No tienen orden, ni lógica. Solo ruido.
La boca se me seca. Quiero hablar, pero no sale nada. Solo me quedo ahí, congelada.
—¿Cómo?… Espérate… ¿Qué? ¿Quién? —balbuceo, con la voz tensa, forzada. No me oigo bien. El corazón me golpea en los oídos, me cuesta respirar como si todo el aire se hubiera vuelto denso de pronto.
Y entonces, hay un segundo de silencio.
Inhalo con fuerza, como si de verdad necesitara ese aire para volver a reaccionar.
—¿Sabes qué? Ya voy para allá —digo, y esta vez me escucho distinta. La voz me sale firme, aunque por dentro siga todo temblando.
Bajo el teléfono sin mirar a nadie. Frunzo el ceño. Muevo apenas la cabeza, como si intentara sacudirme la incredulidad.
Miro al suelo, o a algún punto entre las baldosas, pero no enfoco.
Isira.
Ella y ese tipo. No puede ser casualidad. No puede ser otra cosa.
Me giro.
Aiden y Ashton ya me están mirando.
—Entraron a mi casa —digo, sin rodeos—. Tenemos que irnos ya. Llévenme ahora.
Nadie se mueve ni dice nada, pero tampoco lo espero. Les doy la espalda y empiezo a caminar hacia la salida.
El aire helado me da de lleno en la cara, arrastrando de golpe el temblor que venía conteniendo. Casi dejo escapar un suspiro, pero lo retengo. No es momento.
Camino sin mirar atrás. Escucho los pasos de los chicos detrás de mi.
Las hojas secas crujen bajo las suelas, ramas quebrándose a nuestro paso. El frío se mete por las mangas, y cruzo los brazos sin pensarlo. Aprieto la mandíbula. La tensión se me acomoda sola en el cuerpo mientras seguimos por el sendero.
Al llegar, subimos al auto en cuanto lo alcanzamos. Me acomodo, cierro la puerta y miro al frente. Poco después, las otras puertas también se cierran. El motor arranca.
Las luces del camino cruzan por las ventanas.
Respiro, con el pecho apretado. Pero no lo dejo salir.
El carro se detiene frente a la casa, pero no espero a que el motor se apague del todo. Abro la puerta y bajo sin decir nada. Camino directo hacia la entrada, con pasos rápidos, decidida a cruzar ese umbral sin mirar atrás. Siento una presión incómoda en el estómago, una mezcla entre ansiedad y rabia que no sé cómo acomodar.
Empujo la puerta y entro.
La casa está en silencio. Avanzo por el pasillo con el corazón acelerado y, apenas doblo hacia la sala, la veo.
Está ahí, sentada en el sillón. No se mueve. Tiene el cuerpo rígido y la mirada fija en un punto que no logro identificar. No parpadea. Ni siquiera reacciona al verme.
Me acerco sin pensarlo. Cruzo la sala y me inclino hacia ella. La rodeo con los brazos y la abrazo fuerte, sintiendo su calor, su respiración entrecortada, el leve temblor en su espalda. Me aferro. No sé si para calmarla a ella o a mí. El aire regresa de golpe, como si hasta ese momento hubiera estado respirando a medias.
Tarda en reaccionar, pero lo hace. Me devuelve el abrazo. Me sostiene.
Me separo solo un poco y me arrodillo frente a ella. No la suelto. Le tomo el brazo con una mano, con cuidado, buscando que no se desconecte del todo. Cuando la miro a los ojos, no necesito decir mucho más.
—¿Qué pasó? —pregunto en voz baja, firme pero templada—. ¿Dónde están? ¿Qué querían?
Ella parpadea. Traga saliva. La voz le sale débil, cortada por pausas, como si tuviera que recordar cada parte en el orden correcto.
—Ya no están —dice primero—. Se fueron.
Espero. No la apuro.
—Yo… estaba aquí. En la sala. Escuché la cerradura. Sonó... extraño.
Se detiene un segundo. Mueve ligeramente la cabeza, luego continúa.
—Fui al pasillo… y ahí fue cuando entraron. Dos personas. Una me agarró desde atrás.
Sin pensarlo, le aprieto un poco el brazo.
—¿Te hicieron daño?
—No. Solo me inmovilizaron unos segundos. No me lastimaron.
Inhala lento. La voz tiembla, pero sigue.
—La otra… una chica… empezó a buscar. Iba rápido, sin detenerse a revisar nada. Entraba a los cuartos y salía al instante.
Hace una pausa. Los ojos se le llenan de una tensión que intenta controlar.
—Subió. Y desde aquí solo podía escuchar cómo golpeaba las puertas, una tras otra. Como si… como si estuviera buscando a alguien.
Respiro hondo, sin querer hacerlo muy evidente.
—Luego bajó. Se detuvo. Me miró. Me preguntó por ti.
Me tenso.
—¿Qué le dijiste?
—Que no estabas. Que no sabía dónde estabas.
Traga saliva otra vez.
—Supongo que me creyeron, porque se fueron.
Los ojos de mi madre están húmedos. No me mira, pero su respiración entrecortada y el leve temblor en sus manos lo dicen todo.
La emoción me sube de golpe. Parpadeo, respiro hondo.
Me inclino hacia ella y le acaricio el brazo, con cuidado.
—Perdóname… por no estar aquí —digo apenas, con la voz ronca, algo rota—. Me alegra tanto que estés bien, mamá…
Ella no dice nada. No hace falta. Solo estamos ahí, las dos, respirando en ese silencio tenso que no necesita explicarse.
Pero entonces lo escucho.
Unos pasos retumban en el piso de madera. Lentos. Firmes.
Me enderezo de inmediato, sin pensarlo. El cuerpo se me tensa al instante. Giro hacia el pasillo. El corazón empieza a golpear más rápido. No lo controlo.
No sé quién viene. Y por un segundo, me preparo para lo peor.
Hasta que aparecen ellos.
Aiden y Ashton están de pie en la entrada. Quietos. Sin decir palabra.
Exhalo por la nariz. El cuerpo me cede un poco. Siento los hombros bajar, sin esfuerzo. Parpadeo despacio y vuelvo a mirar a mi madre, que no se ha movido.
Me agacho de nuevo a su lado. Más cerca.
—¿Pudiste verles bien? —pregunto en voz baja, con algo más de control—. ¿Los habías visto antes?
Editado: 14.09.2025