El Legado Oculto De Leah

Prólogo

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Un día como hoy, hace muchos años, los dioses fueron honrados con el nacimiento de una niña, su cabello era dorado como los rayos del sol, ojos verdes como el jade y la tez blanca como la nieve. A esa niña, le pusieron Eda.

La joven Eda, fruto del amor del dios Astrum y la diosa Kaia, fue bendecida con el poder de traer vida al mundo. A medida que la pequeña diosa crecía, siempre se le veía en enfermerías, curando enfermedades y salvando vidas, cuando no lo hacía, se la encontraba en el bosque, donde hacía germinar todo tipo de flores y plantas en donde más había sequía, era capaz de hacer crecer árboles en menos de lo que dura un minuto. Por el verano, cuando el sol parecía querer quemar todo con su brillo, la diosa traía abundante lluvia, para permitir que las cosechas dieran sus frutos. En cambio, por el invierno, donde el frío, la nieve y la lluvia arrasaban contra el pueblo, la diosa Eda era capaz de calentar el pueblo con un solo soplido, un soplido que era capaz de calentar mucho más de lo que los mortales podrían llegar a abrigarse al estar junto a la chimenea o la fogata. La diosa trajo y creó todo tipo de maravillas, el pueblo la adoraba día y noche. Danzaban y cantaban con júbilo alrededor del fuego cada noche sin parar, hasta que tenían los pies hinchados, llenas de heridas y ampollas reventadas, pero a la gente no le importaba, la gratitud que sentían por Eda era mucho mayor al dolor de sus pies o al cansancio que sentían al bailar.

Hasta que un día, la magia se acabó.

luego de que la diosa Eda curó a los enfermos que viajaban desde distintos pueblos solo para ser salvados por ella, se fue del centro médico para volver al bosque con la misma calma que la inundaba cada vez que hacía feliz a los mortales. En su trayecto, brindó asistencia a un granjero para finalizar el desarrollo de la cosecha. Al dar otros pasos, ayudó a una madre a quitarle la fiebre a su pequeño, y así fue ayudando a los mortales antes de finalmente llegar al deslumbrante y mágico bosque. La diosa observó a un pequeño lince que emitía pequeños gruñidos por el hambre y el miedo por no ver a su madre cerca, parecía tener pocos días de nacimiento y estaba casi muerto de hambre. Al parecer su madre se había olvidado de él. Lo sostuvo con mucho cuidado y posó la palma de su mano sobre el estómago del pequeño lince y cantó una suave melodía para calmar su triste y desesperada alma. A los pocos minutos, el lince dejó de gruñir, saltó de los brazos de la diosa y corrió hacia el sur, como si un camino divino le enseñara el camino hasta su madre.

La diosa Eda buscó un buen lugar cerca del arroyo, hasta que vio a un chico que jamás había visto al otro lado del arroyo. Su mirada se encontró con la suya y, cautivada por sus ojos azules como el mar, su tez pálida como la nieve y su cabello negro como la noche, se acercó cruzando el arroyo sin apenas sentir el agua fría que empapaba la mitad de su cuerpo. Él la miraba casi inexpresivo, pero de alguna manera, parecía ser como si él la hubiera estado esperando desde hace un rato. Una vez ella llegó a su lado, alargó la mano para tocar con fascinación su rostro marcado, y cuando lo hizo, sintió como si una fuerte corriente eléctrica le hubiera recorrido el cuerpo. Por primera vez en toda su vida, la diosa sintió dolor. Cayó a los pies del chico, encorvandose por las abrumadoras sensaciones que estaba comenzando a sentir por todo su cuerpo, sentía como si fuego recorriera todo su ser hasta llegar a su corazón, el dolor punzante en el pecho que la hizo gritar y agonizar. Con una mano, agarró en puño el pecho de su vestido, como si así tal vez pudiera dejar de sufrir y agonizar, con la otra buscó el pie del misterioso chico para rogarle que, por favor, ya no la deje sufrir más, pero las palabras no le salían, solo fue capaz de dejar escapar un miserable jadeo de dolor.

El chico, al verla, se burló de su patético intento por hablar, se arrodilló hasta estar a su altura y se inclinó cerca de ella, sus labios casi tocaban el lóbulo de su oreja cuando susurró;

—Ay Eda —suspiró—, se vienen muchos días de terror y oscuridad, espero que seas capaz de soportar todo el mal que está por llegar.

Lentamente se acercó, posó una mano sobre su cabello y besó su cabeza antes de ponerse de pie nuevamente, todo el dolor que Eda había sentido hasta hace unos segundos se desvaneció, el dolor dejó su cuerpo justo en el momento en el que su cabeza estuvo en contacto con los labios de aquel misterioso chico. No lo notó de inmediato, pero ahora se sentía diferente, como si algo hubiera cambiado, como si le faltara algo. Tomó una larga respiración antes de ponerse de pie para mirarlo a los ojos pero el chico ya se había dado la vuelta y caminaba lejos de ella entre los árboles.

—¡Espera! —Exclamó la diosa.

El chico no se volteó.

—¿Cómo te llamas?

Cuando el chico nuevamente continuó su camino sin mirar atrás, la diosa se dispuso a ir detrás de él, pero era más rápido que ella, iba demasiado lejos como para que siquiera pudiera escucharla. Se detuvo para descansar por un momento, a pesar de que jamás se cansaba, siempre tenía demasiada energía, pero por alguna extraña razón, sentía la necesidad de hacerlo. Antes de emprender nuevamente su camino para buscar a ese chico que había llamado su atención, escuchó un grito a sus espaldas, se dió la vuelta, sintiendo una rafaga de miedo presionando contra su pecho. Se apresuró a volver al pueblo, decidiendo que tal vez en otro momento buscaría a ese chico, y, en el mejor de los casos, tal vez lo vuelva a encontrar en el bosque. En su camino allí, vió al mismo lince que había salvado de la muerte hace un rato, pero esta vez, yacía muerto en el suelo. Eda, confundida, lo tomó en sus brazos, intentando traer al pobre animal de vuelta a la vida, pero este no respondió, se mantuvo inmovil, con la cabeza colgando de sus brazos. Con una sensación de desesperación inundandole el pecho, corrió al pueblo con la pequeña criatura en brazos. Al llegar, lo único que pudo ver por todo el pueblo fue el caos.




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