Alistar avanzó con pasos firmes hacia el estanque. La gema naranja brillaba débilmente entre sus dedos, reflejando destellos oscuros sobre el agua inmóvil. Su madre, Morgana, estaba medio sumergida, apenas con la cabeza y un brazo fuera del líquido espeso y negruzco. Sus ojos, opacos y llenos de una promesa distante, se fijaron en la gema, como un depredador que percibe a su presa.
—¿La conseguiste? —su voz era un susurro, un eco en la vastedad de la habitación húmeda.
—Del reino de los Madfalls —respondió Alistar con una sonrisa sombría—. Estaba bien oculta, pero ahora nos pertenece.
Alistar se arrodilló junto al estanque y extendió la gema hacia Morgana. Ella alargó su mano, y cuando sus dedos delgados y pálidos tocaron la piedra, un temblor recorrió el agua. Era como si el estanque mismo hubiera contenido el aliento.
Un gemido apenas audible escapó de sus labios mientras la energía de la gema corría por sus venas. Morgana comenzó a erguirse, el líquido oscuro resbalando de sus hombros delgados. Sus ojos se encontraron con los de Lord Lesquirat, que permanecía de pie con la cabeza levemente inclinada, sus párpados cerrados y la expresión impasible.
—Querido mío, la otra gema —susurró Morgana, su voz más fuerte ahora, vibrante con un poder renovado.
Lesquirat dudó por un instante, sus manos aferrándose al bastón, donde la gema roja brillaba. Aunque sus ojos no podían ver, él podía sentir la mirada de Morgana, exigente y hambrienta. Finalmente, retiró la gema de su bastón y la acercó a su esposa. Al recibirla, Morgana exhaló profundamente y una sonrisa fina y peligrosa se dibujó en su rostro.
Con ambas gemas en las manos, Morgana cerró los ojos y comenzó a murmurar palabras en un idioma antiguo, una lengua que ni Alistar ni Lord Lesquirat comprendían. Las piedras brillaron al unísono, y en las manos de Morgana empezó a formarse algo etéreo, una corona alargada que parecía hecha de humo, ondulando y arremolinándose, con las dos gemas perfectamente encajadas, y dos espacios más que permanecían vacíos.
—El poder se acerca, pero no está completo —murmuró Morgana mientras se colocaba la corona sobre su cabeza. De inmediato, el agua negra bajo ella comenzó a reaccionar, y se levantó del estanque. A su alrededor, el agua se moldeó en la forma de un vestido, un ropaje negro que se movía como humo al rozar el suelo. Era como si el mismísimo estanque la hubiera vestido.
—Necesitamos las dos últimas gemas —dijo, dirigiendo su mirada hacia ambos hombres.
Lord Lesquirat avanzó hacia ella, una sombra de nostalgia en su expresión. Sus manos temblorosas buscaron el rostro de Morgana, tocando las líneas de su mejilla.
—Siempre supe que tu poder era inigualable, Morgana —dijo él, su voz quebrada por la emoción—. Si pudiera ver tu belleza una vez más...
Ella lo miró con un brillo de indiferencia, pero sus labios se curvaron en una sonrisa. Colocó sus manos sobre el rostro de su esposo, y tras susurrar palabras que Lesquirat no comprendió, una luz destelló entre ellos. Lentamente, él parpadeó, y su ceguera se desvaneció. Sus ojos se llenaron de lágrimas al ver, por primera vez en años, el rostro de Morgana, majestuoso y severo, enmarcado por la corona de humo.
—Tu recompensa —susurró Morgana.
Alistar avanzó, interrumpiendo el momento. Su expresión era seria y su tono, implacable.
—No es momento de sentimentalismos. Tenemos un plan. Alguien en el reino Pendragon nos está proporcionando información crucial. Con su ayuda, podemos localizar las gemas restantes y obtener el poder que necesitamos para reclamar el trono que me pertenece por derecho.
Morgana asintió lentamente, sus ojos, que ahora parecían contener un brillo inhumano, se fijaron en los de su hijo. Una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Por supuesto, querido. Todo este poder será tuyo, y con él, el trono estará en las manos adecuadas. Pero no olvides que la corona no solo se gana, sino que se defiende.
Lord Lesquirat, ahora viendo la escena claramente por primera vez en años, esbozó una sonrisa orgullosa.
—Haremos que se arrodillen ante ti, hijo. Ellos aún no saben lo que está por venir.
Alistar inclinó la cabeza, satisfecho, mientras el aire en la habitación parecía volverse más denso. En su mente, solo había un objetivo: asegurarse de que, una vez obtenidas las gemas restantes, nadie osara desafiar su derecho a gobernar.
—Que el reino de Pendragon se prepare —dijo Alistar con firmeza—, porque pronto tendrán un nuevo rey.
Ya era de noche, y la luna se alzaba sobre la plaza de la ciudad, proyectando una suave luz plateada sobre las piedras antiguas. Eric estaba allí, esperando a Lilianne, sin la armadura que había llevado durante el día. En su lugar, vestía ropa sencilla, un aspecto mucho más relajado, aunque su mente estaba lejos de estarlo. Se sentía inusualmente nervioso por este encuentro, una mezcla de emociones que no podía comprender del todo.
Una parte de él estaba emocionado. Lilianne era alegre, amable, y había algo en su sonrisa que lo hacía sentir bien, a pesar de las preocupaciones que cargaba. Pero otra parte de él se sentía profundamente culpable. Sus pensamientos volvían constantemente a Siena, la princesa que había sido su compañera durante años, la mujer a quien amaba y quien ahora estaba en peligro. No sabía si estaba bien, ni siquiera sabía si estaba viva, y ese desconocimiento lo carcomía por dentro. La culpa se enroscaba en su pecho, haciéndolo sentir como si estuviera traicionando la memoria de Siena al estar aquí, esperando a otra mujer.