Kyle caminaba de un lado a otro en su celda, lanzando miradas furiosas hacia las pesadas puertas de hierro. El ambiente en el calabozo no tenía nada que ver con lo que conocía. En lugar de la humedad fría de las mazmorras de su propio reino, lo que sentía aquí era una sequedad abrumadora. Las paredes de piedra no retenían la frescura del suelo, sino que irradiaban un calor incómodo, como si el lugar en sí mismo rechazara la vida.
—¡Guardias! —gritó, apretando los puños—. ¡No tienen derecho a hacer esto! ¡No hemos causado la revuelta, llegamos justo cuando empezó! ¡Están apresando a su reina!
Desde la celda contigua, la voz serena de Megan rompió el eco de sus gritos. La reina estaba sentada en un camastro de madera que parecía tan duro como el suelo, pero su postura era relajada, casi regia, como si estuviera en su trono y no en una prisión extranjera.
—Kyle —dijo suavemente, sin alterarse—, cálmate. Si sigues gritando de esa manera, nadie va a hablar con nosotros.
Él giró hacia ella, la frustración aún palpable en sus ojos, pero sabía que tenía razón. Lo que los Madfalls estaban haciendo era lo mismo que él había presenciado tantas veces en su propio reino: ignorar los gritos de los prisioneros hasta que se rendían al silencio. Era una estrategia efectiva. El ruido no llevaba a ningún lado.
Con un gruñido resignado, Kyle dejó que la tensión abandonara su cuerpo y se desplomó sobre el suelo de su celda. La áspera superficie de las piedras le raspaba a través de la tela de sus pantalones, y el calor que emanaba de ellas lo hacía sentir aún más incómodo. Cerró los ojos y apoyó la espalda contra la pared, pero la sensación de calor seco le provocaba una mezcla de irritación y agotamiento. El sudor que cubría su frente no le daba ningún alivio.
—Lo siento, majestad —murmuró, su voz apenas audible.
Megan no respondió de inmediato. Mantuvo la mirada fija en la puerta frente a ellos, como si estuviera calculando sus próximos pasos. Sabía que la paciencia era su mayor aliada en ese momento, y que la furia de Kyle, aunque comprensible, solo los pondría en una posición más vulnerable.
El aire seco parecía absorber la energía de Kyle, dejándolo aún más cansado, pero su orgullo no le permitía descansar del todo. Su mirada se desvió hacia Megan, quien permanecía sentada con una tranquilidad inquietante, como si cada momento que pasaba en ese inhóspito calabozo no fuera más que un pequeño contratiempo en sus planes. La luz mortecina de las antorchas apenas delineaba su figura, pero sus ojos, serenos y firmes, brillaban con una determinación inquebrantable.
—¿Cómo puede estar tan tranquila? —murmuró Kyle, con su voz rota por la frustración.
Megan lo observó de reojo, su expresión inmutable.
—Porque gritar no nos sacará de aquí —respondió suavemente, cruzando las manos sobre su regazo—. Y tampoco lo hará perder el control.
Kyle soltó una risa amarga, sin energía para levantarse. El peso de su armadura le resultaba insoportable en el ambiente sofocante.
—No estamos en nuestras tierras, Kyle. Aquí no tenemos autoridad. Si queremos sobrevivir, debemos jugar bajo sus reglas —continuó Megan, clavando la vista en las puertas de hierro frente a ellos, como si esperara algo—. Confío en que no nos retendrán por mucho tiempo, pero debemos estar preparados.
—¿Preparados para qué? —preguntó él, sintiendo una punzada de esperanza.
La reina entrecerró los ojos, dejando que un largo silencio cayera entre ellos. Luego, sin apartar la mirada de las sombras que se cernían más allá de las rejas, habló en voz baja.
—Para cuando vengan a interrogarnos.
Kyle levantó la cabeza, y al hacerlo, sus oídos captaron un ligero sonido: un eco en los pasillos lejanos, el crujido de armaduras o quizás el roce de garras sobre la piedra. Los Madfalls se acercaban.
El sonido de garras arrastrándose por el suelo de piedra resonó en el aire seco y sofocante. Kyle levantó la cabeza justo a tiempo para ver tres figuras acercándose desde el pasillo oscuro. Eran Madfalls, los temidos hombres lagarto, cuyas escamas oscuras brillaban tenuemente bajo la escasa luz de las antorchas. Cada uno de ellos medía casi dos metros de alto, con cuerpos robustos y musculosos, cubiertos de cicatrices que contaban historias de batallas pasadas. Llevaban armaduras de cuero curtido que les permitían moverse con una agilidad sorprendente para su tamaño, y en sus ojos amarillos brillaba una inteligencia astuta, casi depredadora.
El del medio, claramente el líder, tenía una capa negra que caía sobre sus anchas espaldas, y sus escamas, de un tono verde oscuro, parecían más gruesas que las de sus compañeros. Su mandíbula estaba adornada con pequeños colmillos que sobresalían incluso cuando tenía la boca cerrada, lo que le daba una apariencia perpetuamente amenazante. Caminaba con la confianza de alguien que sabía que dominaba la situación.
Kyle sintió que los músculos de su cuerpo se tensaban, pero recordando las palabras de Megan, inhaló profundamente y se levantó con calma, manteniéndose firme y en silencio. No podía permitir que su rabia controlara la situación. No ahora.
El hombre lagarto del medio se detuvo frente a las celdas, observando primero a Kyle, aunque fue solo por un instante. Su verdadera atención estaba centrada en Megan. La reina mantuvo su postura erguida, observando al Madfall con la misma calma con la que había observado el camastro momentos antes. Sus ojos se encontraron en un tenso silencio que parecía durar una eternidad.