La noche había caído con suavidad sobre la plaza, y las antorchas colgadas entre los árboles y estructuras improvisadas proyectaban destellos dorados sobre los rostros de los presentes. El bullicio del día había menguado, pero aún quedaban grupos riendo, compartiendo vino de especias o participando en alguna canción improvisada con instrumentos madfall. El aire olía a madera quemada, frutas exóticas y carne especiada.
Siena, Eric, Kyle, Hillary y Lilianne estaban sentados en una de las largas mesas de madera dispuestas en el extremo oeste de la plaza, rodeados de platos casi vacíos. Frente a ellos, humeaba el último plato madfall que habían decidido probar: un guiso espeso y rojo, servido con pan de raíces horneadas.
—¿Estás segura de que esto no tiene escamas? —preguntó Hillary, mirando la textura gelatinosa con expresión divertida.
—Cien por cien segura, aunque… —empezó Siena, arqueando una ceja mientras pinchaba un trozo con su tenedor— …con los Madfalls, uno nunca sabe.
Todos rieron, incluso Lilianne, que bebía lentamente de una copa pequeña con una bebida fermentada de aroma dulce.
—Debo admitir —añadió Kyle, señalando el cuenco— que esperaba algo más… picante. Después de todo, siempre dicen que los Madfalls cocinan como si quisieran prenderle fuego a uno por dentro.
—Eso lo reservo para mañana —bromeó Eric—. No quiero tener pesadillas esta noche con dragones de fuego y cocineros lagarto.
La charla seguía entre bromas y comentarios sobre el día, pero mientras todos reían por una anécdota de Hillary sobre un Madfall que intentó enseñarle a danzar con la cola, Eric, casi imperceptiblemente, alargó su mano bajo la mesa y buscó la de Siena. Ella se sobresaltó apenas al sentir el contacto, pero cuando miró a Eric, él le sonrió con suavidad, sin decir nada, sosteniendo su mano entre la suya con firmeza.
Intentaban que fuera un gesto discreto, íntimo, alejado de la atención general. Pero no pasó desapercibido.
Lilianne, que acababa de alzar la copa para beber, bajó el vaso con lentitud, frunciendo apenas el ceño. No dijo nada, pero sus ojos se desviaron hacia otro punto de la plaza, como si buscara desviar la mente.
Hillary, en cambio, los observó con una sonrisa dulce, genuina, como si aquel pequeño gesto le pareciera enternecedor.
Kyle bajó la mirada, disimulando con elegancia su reacción. Sus dedos tamborilearon contra la mesa un instante, y luego se centró en apartar las sobras de su plato con la cuchara. No dijo una palabra, pero su suspiro apenas audible pareció decir mucho más.
A pesar de todo, la conversación continuó como si nada hubiera pasado. Siena no soltó la mano de Eric, pero tampoco volvió a mirarlo directamente; solo dejaba que el calor de su piel le recordara que él estaba allí.
—Deberíamos irnos ya —dijo Eric al cabo de unos minutos, con tono sereno pero claro—. Mañana tenemos la reunión en la sala del consejo y, si todo sale bien, será un día largo.
—¿Otra reunión de esas donde los ancianos hablan durante horas y nadie entiende nada? —preguntó Hillary, estirándose como si ya sintiera el cansancio.
—Exacto —respondió Kyle con una sonrisa torcida—. Pero esta vez no solo serán ancianos. Estarán los reyes, los estrategas y… probablemente también tú.
—¿Yo? —dijo ella, alzando las cejas—. ¡Genial! Me vestiré como una estatua y fingiré que entiendo todo lo que digan.
—Creo que después de este viaje, Hillary se ha ganado un merecido descanso de tanta política.—dijo Siena entre risas.
Hillary le agradeció con la mirada y una enorme sonrisa en sus labios, y así, entre risas y algunos bostezos disimulados, comenzaron a levantarse. La noche seguía viva en la plaza, pero para ellos, el día ya había sido bastante largo. Y lo que les esperaba al amanecer era aún más importante.
Eric y Siena caminaban lentamente por los pasillos del castillo, ya en calma, cuando la noche había envuelto todo en un silencio suave y acogedor. Las antorchas encendidas proyectaban sombras doradas sobre las paredes de piedra, y el eco de sus pasos era el único sonido que acompañaba su conversación.
Ambos reían con suavidad todavía por los momentos que habían compartido durante el día.
—¿Viste la cara de Hillary cuando probó aquel dulce rojo? —dijo Siena, con una sonrisa abierta.
—Creí que escupiría fuego como un dragón —respondió Eric, divertido, mientras agitaba la cabeza—. ¿Cómo era posible que picara tanto?
Siena se llevó una mano al estómago, riéndose de nuevo al recordarlo.
—Y Lilianne ganando el concurso de equilibrio sobre piedra resbaladiza —añadió—. No me lo esperaba.
—Yo tampoco. Es increíble lo ágil que puede ser.
Ambos se miraron con complicidad mientras doblaban una de las esquinas del pasillo, caminando sin prisa. La calidez de la jornada aún brillaba en sus rostros, y el aire entre ellos era cómodo, familiar, como si por fin hubieran recuperado algo que hacía tiempo se había roto.
Finalmente, llegaron a la puerta de la habitación de Siena. Frente a ella, ambos se detuvieron. Por un instante, todo se volvió más silencioso. Siena posó una mano sobre el pomo de la puerta, pero no lo giró todavía.