El legado Pendragon Ii: El renacer

Capítulo 17

La noche había caído con un manto espeso sobre los muros del castillo, el viento soplaba con suavidad, y las antorchas iluminaban tenuemente los pasillos de piedra. El sonido de los pasos firmes de los guardias en sus rondas se mezclaba con el crujir de la madera vieja en el silencio de la fortaleza. Eric caminó con el ceño fruncido, la capa colgando de uno de sus hombros, arrastrando el cansancio de un día largo, tenso y lleno de pensamientos que lo carcomían por dentro.

Tras llegar a sus aposentos, se quitó la armadura con movimientos lentos, casi mecánicos, dejando caer las piezas de metal sobre el banco de piedra. Cada hebilla, cada correa parecía pesar el doble de lo habitual. Luego se encerró en la pequeña sala de baño anexa y se sumergió bajo el agua caliente que caía de un cántaro colgado con cuerdas, permitiéndose por primera vez en horas cerrar los ojos y soltar un suspiro largo.

El agua resbalaba por su rostro mientras sus pensamientos se llenaban del eco de lo que había ocurrido ese día. La reunión. La mirada severa del rey. Las palabras sobre Kyle.

“Tú no eres nadie para decirme lo que es mejor para mi reino.”

La frase seguía resonando en su cabeza con un retumbar sordo. Y luego estaba Siena. Su risa, su voz. Lo cerca que la había tenido esos días… y lo distante que comenzaba a sentirse. Como si, de pronto, algo se hubiese roto entre ellos y él no supiera cuándo ocurrió exactamente.

Se vistió con ropas sencillas, una camisa de lino oscuro y un cinturón de cuero sin adornos. Peinó su cabello hacia atrás con los dedos y salió de su habitación, atravesando el castillo con pasos decididos pero silenciosos. Se detuvo frente a una puerta que conocía bien, la de Siena. Había estado allí muchas veces, pero esa noche se sentía como si fuera un extraño llamando a un lugar al que ya no pertenecía.

Tocó tres veces. Esperó. Luego otras dos.

Nada.

Frunció el ceño, contuvo el impulso de abrir. Su mano llegó al pomo de la puerta, dudó un instante... pero entonces una voz suave lo sacó de su pensamiento.

—¿Mi señor Eric? —dijo una doncella, con una lámpara encendida entre las manos.

Él se giró despacio, disimulando su sobresalto. Bajó la mano del picaporte y la miró.

—¿La princesa está dentro?

La doncella negó con un gesto tímido, casi apenado.

—No ha regresado aún al castillo. Salió muy temprano… y no hemos vuelto a verla. —Hizo una pausa, titubeante—. Creo que pudo haber salido con el señor Collen esta mañana. Estaban juntos cuando la vi por última vez.

Eric no dijo nada al principio. Solo asintió con la cabeza, cerrando los ojos un instante. Luego apretó la mandíbula con fuerza, en silencio, conteniendo un impulso que le tensó la espalda.

—Gracias por la información —murmuró con voz controlada, casi cortante, pero sin rudeza.

La doncella hizo una leve reverencia antes de alejarse por el pasillo. Eric la observó desaparecer tras una esquina y luego bajó la mirada al suelo, como si necesitara encontrar una respuesta en las grietas de la piedra.

Se quedó allí unos instantes más, solo frente a la puerta cerrada, con el peso de los secretos que nadie sabía. Años de un amor oculto, de noches compartidas en la sombra, de silencios cómplices. ¿Y ahora? Ahora Siena estaba con otro hombre. Uno que, según todos, no debía estar allí. Uno que, sin embargo, seguía ganando terreno, incluso dentro del corazón del reino.

Eric giró sobre sus talones y se marchó sin mirar atrás, sus pasos resonando en el pasillo vacío.

Pero mientras se alejaba, una sola pregunta le quemaba el pecho con fuerza:

¿En qué momento la había perdido… sin siquiera saberlo?

La noche seguía su curso mientras Eric recorría las calles de la ciudad con pasos apretados y mirada encendida. Las farolas de aceite iluminaban tenuemente su camino, proyectando sombras alargadas sobre el empedrado. Las calles, ya casi vacías, susurraban con el viento que acariciaba las telas de los toldos cerrados y las hojas secas en las esquinas. La ciudad dormía… pero él no encontraba paz.

Había pasado por la plaza del mercado, por el barrio viejo, incluso por las murallas del sur. Buscaba algo, buscaba a alguien. Una respuesta, una señal, una explicación que calmara el peso en su pecho. Pero cada esquina lo dejaba más solo, cada calle más frío, más furioso. Finalmente, sus pasos lo llevaron al borde del distrito este, donde recordaba que vivía Kyle, tras la panadería de su madre.

La fachada era modesta, rodeada de macetas florecidas y un rosal trepando por la verja. Eric se detuvo al otro lado de la calle, alzó la vista… y entonces la vio. Una tenue luz dorada se escapaba por los bordes de una ventana alta. Se quedó inmóvil. Los cristales empañados dejaban ver solo figuras borrosas moviéndose en el interior, y de pronto, como una daga, un sonido lo atravesó sin aviso: la risa de Siena.

Era ella. Lo supo con certeza. No había duda. Esa risa que conocía incluso dormido, ese tono que había escuchado en la intimidad, cuando nadie más podía hacerlo. Se llevó una mano al pecho y cerró los ojos por un instante.

El enfado no tardó en apoderarse de él.

No por los celos… no exactamente. Era la rabia de la impotencia. La desesperación de no sentirse suficiente. Había sido su compañero por años, había estado cuando Siena más lo necesitaba, y sin embargo, en los momentos cruciales, alguien más había sido su refugio. Kyle. Siempre Kyle.



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En el texto hay: amor, magia, reina

Editado: 15.09.2025

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